La pandemia ha disminuido notablemente los recursos y las oportunidades de trabajo de miles de inmigrantes y refugiados venezolanos, lo que se ha traducido en la falta de ingresos que nos les permite conseguir los recursos suficientes para pagar residencia de descanso con su familia. Muchos de ellos, además, han sido víctimas de desalojos, lo que los ha dejado prácticamente en la calle.
Según los hallazgos de una encuesta difundida el miércoles por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, ACNUR, y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, para más del 41% de los consultados se concretó un desalojo, lo que ha hecho que más del 11% se hayan visto en situación de calle y el 39,8% de los encuestados estaban, de nuevo, en riesgo de desalojo.
A pesar de que, en Colombia, la mayoría de los sectores económicos se han reactivado, ellos dicen sentir miedo de quedarse sin un lugar donde descansar.
Dinorca Contreras, por ejemplo, se para cada día en frente de un supermercado a vender bolsas, acompañada con sus dos hijos de 5 y 10 años respectivamente.
Llegó a la capital colombiana, desde Isla Margarita, en abril de 2019, debido a que tiene un hijo privado de la libertad. Aunque trabaja con angustia, dice que con esperanza, cada día espera recibir alimentos o alrededor de 30 mil pesos (un poco más de 8 dólares), aunque confiesa que sus necesidades giran alrededor de los 50 mil pesos diarios (14 dólares).
Al comienzo de la pandemia, además de angustiarse por el trabajo, tuvo que sufrir un episodio incómodo en el hotel donde vivía: “Lo viví muy triste porque llegué antes de la pandemia a la residencia, pagaba a diario, llegó la pandemia y se oía decir que no se podía pagar y la chica venezolana me sometía, me rasgaba la puerta, me hacía la vida imposible, que tenía que desalojarle si no le llevaba la plata”, le contó a la Voz de América.
Incluso, cuenta, un día llegó con sus hijos y, al verla, le cerraron la puerta: “No me quisieron abrir, me vieron desde lejos, me cerraron. Toqué y me dijeron que no podía entrar, me fui a una URI (Unidad de Reacción Inmediata) y ahí me mandaron con un cuadrante y ahí le explicaron a ella que no podía desalojarme”.
Después, debido a las incomodidades, tuvo que trasladarse. Aunque confiesa que lleva ocho meses donde vive y no ha vivido ningún percance, aún está latente el riesgo de salir de casa: “Si no llevas para el arriendo, no entras… Si no llegamos con el pago… no se duerme”, afirma la madre.
“En el parque, duré una semana durmiendo”
Stephany Jaimes llegó a Colombia hace tres años, a través una trocha ilegal en Maicao. La razón: estaba enferma y en Maracaibo no podía conseguir medicamentos para su tratamiento.
Su esposo la estaba esperando en Bogotá, sin imaginar que la pandemia los dejaría prácticamente en la calle: “Me tocó desalojar dos veces, en dos partes diferentes, por el arriendo. No sacaron las cosas y nos dijeron que no podíamos seguir viviendo, si no pagábamos arriendo. Nos tocó irnos y dormir en un parque. Me vi muy afectada porque yo tengo un bebé de un año y 8 meses”.
La joven de 22 años dice que, en medio del conflicto, no hubo presencia de las autoridades. Según la encuesta, el 75% de los casos de desalojo no cuenta con presencia de autoridades locales.
Esta auxiliar de laboratorio siente que los arrendatarios, aunque tienen razón de molestarse por no pagar los arriendos, deberían dar plazos, pues no siente que sea “justo” que se presenten desalojos de esta manera. Además, dice que han sido víctimas de la xenofobia, a pesar de que su esposo tiene cédula venezolana.
“En el parque, duré una semana durmiendo, luego me fui a casa de mis suegros, y mi hermana y mi cuñado pidiendo, logramos conseguir algo para un arriendo y nos fuimos a vivir todos a un solo cuarto”, contó la joven a la VOA.
Tan solo en diciembre consiguió trabajo. Ahora, vende kits de seguridad para autos y vive en una sola habitación con cuatro personas más, pero cree que igual sienten el riesgo de salir de la vivienda, si pierden el trabajo: “Varias veces nos han tratado de echar, pero es porque no teníamos trabajo, pero ya que conseguimos trabajo, la señora nos dio otra oportunidad”.
Una de las grandes preocupaciones de la encuesta de ACNUR y la CIDH es el hacinamiento. Según sus hallazgos, el 50% de los hogares de refugiados y migrantes de Venezuela vive en viviendas con una habitación.
Ahora, sueña con volver a su natal Venezuela, terminar su carrera y, sobre todo, que sus padres conozcan a su nieto.
“Tengo miedo”
La vida de Jean Paul Vallejo Vásquez, desde los 9 años, ha transcurrido entre Venezuela y Colombia. Ha vivido en Barranquilla, Yopal, Tunja y actualmente se encuentra en Bogotá, junto a su pequeña hija, sus hermanos y su esposa.
“Soy de Valencia, estado Carabobo, me vine por mi hija porque de verdad en Venezuela, en los últimos momentos que yo me fui, en Venezuela no hay vida. Si usted no tiene plata, usted no come, entonces cuando mi hija me pedía comida, no se como responder, esa situaciones”, cuenta Vallejo.
No obstante, dice que no volvería a Venezuela. "Aquí por lo menos, voy a cualquier panadería y mi hija come pan, voy a un restaurante y mi hija come sopa”, cuenta Vallejo. Al respecto, la encuesta halló que solo el 7% de los participante dice que prefiere regresar a su país. La mayoría (40%) prefieren establecer acuerdos con los arrendatarios.
Vende bolsas plásticas en la calle. Hace cinco o seis meses, fue desalojado del jugar donde vivían por falta de pago, pues necesita de 30 mil pesos (Casi 9 dólares) para sobrevivir y dice que solo recoge 18 mil (Un poco más de 5 dólares).
“Yo lo viví mal no por mí, sino por la niña. Cuando no estábamos en el hotel, a mí lo que me llegaron fueron los policías que nos teníamos que irnos, que tienen que desalojar, que si no pagábamos”, dice.
Ahora, dice que siente “miedo porque yo sé que yo me puedo tirar en cualquier lado y, de verdad que yo duermo, pero yo lo pienso por mi hija”.
Mejor suerte ha corrido Miguel Eduardo, quien hace dos años está en la capital colombiana y, después de trabajar en el sector de la construcción y ahora como reciclador, le confesó a la VOA que jamás ha sido desalojado de su hogar.
No obstante, cuenta que sus vecinos colombianos se han molestado por el ruido que hace él y su familia en casa, razón por la que claman sean sacados del edificio donde vive, junto a su esposa, hijos, tíos y primos.
“No creo que sea por venezolanos porque los venezolanos no somos mala gente, somos buenos gente, el dueño de la casa nos dice que os quedemos, pero los vecinos los molestan para que nos corran a nosotros”, cuenta.
Según Migración Colombia, 1,7 millones de venezolanos viven en Colombia; la mayoría de ellos, en Bogotá.