Hace sólo trece meses Cristina Fernández fue reelecta como presidenta de Argentina con el 54 por ciento de los votos, pero el apoyo popular que la aupó a la Casa Rosada y le dio prácticamente carta blanca para gobernar parece estar esfumándose por día a juzgar por la multitudinaria protesta que el jueves inundó las principales arterias de Buenos Aires, en una manifestación que los mayores diarios del país, Clarín y La Nación, calificaron de “histórica”.
Un portavoz del gobierno estimó el número de manifestantes en la capital en unos 700 mi, sin contar las decenas de miles que se sumaron a la demostración en las cabeceras de provincia, en ciudades como Córdoba, Mendoza y La Plata, y quienes hicieron lo mismo en el extranjero frente a las embajadas y consulados argentinos, desde la vecina Chile hasta Australia.
Apenas habían transcurrido dos meses desde las protestas de septiembre pasado en la Plaza de Mayo de Buenos Aires contra la presidenta, después de los cacerolazos del 2009 por el aumento de los impuestos. Pero la de la ahora ha sido sin dudas la de mayor magnitud y tal vez resonancia desde que Néstor Kirchner y hoy su viuda, Cristina Fernández, tomaron las riendas del país en 2003.
Los reclamos populares se han ido sumando y han ido en aumento: el descontento por la inseguridad, las restricciones en la adquisición de moneda extranjera, y una hiperinflación que ronda el 25 por ciento y que el gobierno volviendo la cara a lo que dicen los economistas, para mayor irritación de la ciudadanía, asegura que no pasa del 10.
También hay molestia ante los denodados esfuerzos del gobierno por amordazar a la prensa independiente, por la corrupción en los poderes públicos, y por las alegadas pretensiones del oficialismo de reformar la Constitución para librarle de obstáculos legales el camino a Cristina Fernández y permitirle un tercer mandato.
Un gran cartel enarbolado durante la manifestación a todo lo ancho de la Avenida Santa Fe, en Buenos Aires, decía: “Aún estamos a tiempo de pisar el freno antes de caer en una dictadura chavista”, en alusión a la presunta “venezuelización” de Argentina.
Significativamente, momentos antes de las protestas, María Grabiela, la hija del gobernante de Venezuela, Hugo Chávez, estaba en la Quinta de Olivos, según revela una foto en la que la joven se ve sonriente y pegada a Cristina Fernández, y una nota que publica en su cuenta de Twitter en la que la califica a la mandataria argentina de “queridísima” y dice haber compartido con ella “gratos momentos”.
De acuerdo con la policía, en los alrededores de esa misma quinta, la residencia privada de la presidenta, se agolparon unos 30 mil manifestantes inconformes con sus políticas.
Coincidiendo con la gran efervescencia popular, el gobierno argentino comunicaba que, por indicación de sus médicos, Cristina Fernández no asistirá a la Cumbre Iberoamericana de Cádiz porque es un viaje muy largo que la sometería a los efectos del “jet lag” cuando tiene el compromiso de asistir a la cumbre de UNASUR, en Lima, el 30 de noviembre.
En medio del silencio oficial por las manifestaciones, la primera reacción fue la del senador oficialista y exministro Aníbal Fernández, quien atribuyó la movilización a una maniobra de la oligarquía para desestabilizar al país y dijo con arrogancia que “la protesta ni me quitó el sueño ayer ni me lo quita hoy”. El vicegobernador de la provincia de Buenos Aires, Gabriel Mariotto, declaró que “podrán salir con las cacerolas que quieran, pero no van a poder” cambiar la política del gobierno.
Sin embargo, el clima político en el país no es como para que el gobierno se desentienda tranquilamente del entorno, cuando su asilamiento se acrecienta debido a los permanentes desplantes a la prensa, las distancias que la presidenta interpone entre ella y los periodistas, el bloqueo informativo de parte de sus ministros a los medios, y una desbordada decepción popular que el mes pasado también sumó a las protestas a cientos de policías de los cuerpos de Prefectura y Gendarmería y a suboficiales de la marina.
Un portavoz del gobierno estimó el número de manifestantes en la capital en unos 700 mi, sin contar las decenas de miles que se sumaron a la demostración en las cabeceras de provincia, en ciudades como Córdoba, Mendoza y La Plata, y quienes hicieron lo mismo en el extranjero frente a las embajadas y consulados argentinos, desde la vecina Chile hasta Australia.
Apenas habían transcurrido dos meses desde las protestas de septiembre pasado en la Plaza de Mayo de Buenos Aires contra la presidenta, después de los cacerolazos del 2009 por el aumento de los impuestos. Pero la de la ahora ha sido sin dudas la de mayor magnitud y tal vez resonancia desde que Néstor Kirchner y hoy su viuda, Cristina Fernández, tomaron las riendas del país en 2003.
Los reclamos populares se han ido sumando y han ido en aumento: el descontento por la inseguridad, las restricciones en la adquisición de moneda extranjera, y una hiperinflación que ronda el 25 por ciento y que el gobierno volviendo la cara a lo que dicen los economistas, para mayor irritación de la ciudadanía, asegura que no pasa del 10.
También hay molestia ante los denodados esfuerzos del gobierno por amordazar a la prensa independiente, por la corrupción en los poderes públicos, y por las alegadas pretensiones del oficialismo de reformar la Constitución para librarle de obstáculos legales el camino a Cristina Fernández y permitirle un tercer mandato.
Un gran cartel enarbolado durante la manifestación a todo lo ancho de la Avenida Santa Fe, en Buenos Aires, decía: “Aún estamos a tiempo de pisar el freno antes de caer en una dictadura chavista”, en alusión a la presunta “venezuelización” de Argentina.
Significativamente, momentos antes de las protestas, María Grabiela, la hija del gobernante de Venezuela, Hugo Chávez, estaba en la Quinta de Olivos, según revela una foto en la que la joven se ve sonriente y pegada a Cristina Fernández, y una nota que publica en su cuenta de Twitter en la que la califica a la mandataria argentina de “queridísima” y dice haber compartido con ella “gratos momentos”.
De acuerdo con la policía, en los alrededores de esa misma quinta, la residencia privada de la presidenta, se agolparon unos 30 mil manifestantes inconformes con sus políticas.
Coincidiendo con la gran efervescencia popular, el gobierno argentino comunicaba que, por indicación de sus médicos, Cristina Fernández no asistirá a la Cumbre Iberoamericana de Cádiz porque es un viaje muy largo que la sometería a los efectos del “jet lag” cuando tiene el compromiso de asistir a la cumbre de UNASUR, en Lima, el 30 de noviembre.
En medio del silencio oficial por las manifestaciones, la primera reacción fue la del senador oficialista y exministro Aníbal Fernández, quien atribuyó la movilización a una maniobra de la oligarquía para desestabilizar al país y dijo con arrogancia que “la protesta ni me quitó el sueño ayer ni me lo quita hoy”. El vicegobernador de la provincia de Buenos Aires, Gabriel Mariotto, declaró que “podrán salir con las cacerolas que quieran, pero no van a poder” cambiar la política del gobierno.
Sin embargo, el clima político en el país no es como para que el gobierno se desentienda tranquilamente del entorno, cuando su asilamiento se acrecienta debido a los permanentes desplantes a la prensa, las distancias que la presidenta interpone entre ella y los periodistas, el bloqueo informativo de parte de sus ministros a los medios, y una desbordada decepción popular que el mes pasado también sumó a las protestas a cientos de policías de los cuerpos de Prefectura y Gendarmería y a suboficiales de la marina.