"Le habíamos creído al periódico Granma cuando publicó que el juicio era oral y público. Pero ya saben, Granma miente", señala Yoani Sánchez al contar en el diario madrileño EL País su experiencia de 30 horas de arresto desde que ella, su esposo el periodista Reynaldo Escobar, y el bloguero Agustín López fueron detenidos mientras se dirigían a Bayamo para cubrir el juicio al español Ángel Carromero.
La colaboradora de El País, arrestada el jueves y liberada el viernes, considera que al arrestarla le estaban permitiendo "vivir en la piel de Ángel Carromero cómo se estructura la presión alrededor de un detenido. Saber en carne propia los intríngulis de un Departamento de Instrucción del Ministerio del Interior".
En la conversación con Radio Martí Yoani reveló un detalle que no está en su crónica para El País: cómo sufrió golpes en la cabeza y perdió un diente mientras se resistía a que la desnudaran.
Intentaron desnudarme. Me resistí y lo pagué. El siguiente es el testimonio de Yoani Sánchez al diario español:
Me quisieron impedir llegar al juicio a Ángel Carromero. Alrededor de las cinco de la tarde del 4 de octubre, un amplio operativo a las afueras de la ciudad de Bayamo detuvo el auto en que viajábamos mi esposo y yo, junto a un amigo. "Ustedes quieren boicotear al tribunal", nos dijo un hombre vestido completamente de verdeolivo, para inmediatamente proceder a detenernos.
El operativo tenía las dimensiones de un arresto hecho contra una banda de narcotraficantes o de la captura de un prolijo asesino en serie. Pero en lugar de tan amenazantes personas, solo había tres individuos que deseaban participar de oyentes en un proceso judicial, asomarse al interior de la sala de un tribunal. Le habíamos creído al periódico Granma cuando publicó que el juicio era oral y público. Pero ya saben, Granma miente.
No obstante, al arrestarme, en realidad me estaban regalando experimentar periodísticamente el otro lado de la historia. Vivir en la piel de Ángel Carromero cómo se estructura la presión alrededor de un detenido. Saber en carne propia los intríngulis de un Departamento de Instrucción del Ministerio del Interior.
Lo primero fueron tres mujeres uniformadas que me rodearon y me quitaron el móvil. Hasta allí era una situación confusa, agresiva, pero todavía no tenía visos de violencia. Después, esas mismas fornidas señoras me introdujeron en un cuarto e intentaron desnudarme. Pero hay una porción de uno mismo que nadie puede arrancarnos. No sé, quizás la última hoja de parra a la que nos aferramos cuando se vive bajo un sistema que lo sabe todo sobre nuestras vidas. En un mal y contradictorio verso quedaría como "podrás tener mi alma mi cuerpo no". Así que me resistí y pagué las consecuencias.
Después de ese momento de máxima tensión le llega el turno al policía "bueno". Alguien que se me presenta diciendo que lleva el mismo apellido que yo -como si eso sirviera de algo- y que le gusta dialogar. Pero la trampa es tan conocida, se ha repetido tanto, que no caigo. Me imagino de inmediato a Carromero sometido a la misma tensión de amenaza y buen talante difícil de sobrellevar algo así por largo tiempo. En mi caso, recuerdo haber tomado aliento y después de una larga diatriba contra la ilegalidad de mi arresto, me quedé repitiendo por más de tres horas una sola frase: "Exijo que me dejen hacer una llamada telefónica, es mi derecho".
Necesitaba una certeza y la reiteración me la daba. El estribillo me hacía sentirme fuerte frente a personas que han estudiado en la academia los diversos métodos para ablandar la voluntad humana. Una obsesión era todo lo que me urgía para enfrentarlos. Y me obsesioné.
Por un rato parecía que había sido en vano mi insistente cantaleta, pero después de la una de la madrugada me permitieron hacer la llamada. Unas pocas frases con mi padre, a través de una línea evidentemente pinchada y ya todo quedaba dicho. Podía entonces entrar en la otra etapa de mi resistencia. La llamé hibernación, porque cuando se nombra algo es como sistematizarlo, creérselo.
Me negué a comer, a beber cualquier líquido; me negué al examen médico de varios doctores que trajeron a revisarme. Me negué a colaborar con mis captores y se los dije. No podía despegar de mi mente el desvalimiento de Carromero en más de dos meses lidiando con aquellos lobos que alternaban con el papel de oveja.
Una buena parte del tiempo toda mi actividad la filmaba una cámara que un sudoroso paparazzi manejaba. No sé si algún día pondrán alguna de esas tomas en la televisión oficial, pero organicé mis ideas y mi voz para que no pudieran ser transmitidas menoscabando mis convicciones. O les mantienen el audio original con mi demanda, o tienen que repetir la chapuza de sobreponerle la voz de un locutor. Traté de hacerles lo más difícil posible la edición posterior de aquel material.
Solo hice un pedido en 30 horas de detención: necesito ir al baño. Yo estaría preparada para llevar la batalla hasta el final, pero mi vejiga no. Después me llevaron a un calabozo-suite. Había pasado horas en otro que tenía una rara mezcla de barrotes y cortinas, con un terrible calor. Así que llegar al salón más amplio, con televisor y varias sillas, que desembocaba en una habitación con una cama realmente apetecible, fue un golpe muy bajo. Solo de mirar el estampado de las cortinas, tuve el presentimiento de que era el mismo lugar donde habían hecho la primera grabación que circuló en Internet de las declaraciones de Ángel Carromero.
Aquello no era una habitación, era un set. Lo supe de inmediato. Así que me negué a acostarme sobre la sobrecama recién tendida y a poner mi cabeza sobre las tentadoras almohadas. Me fui a una silla en un rincón y me acurruqué. Dos mujeres vestidas de militar me vigilaban todo el tiempo.
Yo estaba viviendo el déja vu de otro, el recuerdo del escenario en el que transcurrieron los primeros días de detención para Carromero. Ya lo sabía y era duro. Una dureza que no estaba en el golpe o en la tortura, sino en la convicción de que no se podía confiar en nada de lo que ocurría dentro de esas paredes. El agua podía no ser agua, la cama más bien parecía una trampa y el doctor solícito estaba más cerca del soplón que del galeno.
Lo único que quedaba era sumergirse en los abismos del yo, cerrar las compuertas con el afuera y eso hice. La fase hibernación derivó en un letargo auto provocado. Ya no pronuncié una palabra más.
Para cuando me dijeron que me iban a trasladar hacia La Habana, me costó despegar los párpados y mi lengua parecía salirse de la boca por los efectos de la prolongada sed. Sin embargo, yo sentía que los había vencido.
En un último gesto, uno de mis captores tendió su mano para ayudarme a subir al microbús donde también estaba mi esposo. No acepto cortesía de represores, lo fulminé. Y volví a tener un último pensamiento para el joven español que vio torcerse su vida aquel 22 de julio, que tuvo que bregar entre todos aquellos engaños.
Al llegar a casa supe de los otros detenidos y de que la propia familia de Oswaldo Payá no pudo entrar a la sala penal. También del pedido de siete años hecho por el fiscal contra Ángel Carromero y de la condición de concluso para sentencia en que quedó el juicio de este viernes.
Lo mío era sólo un tropezón, el gran drama sigue siendo la muerte de dos hombres y el encierro de otro.
La colaboradora de El País, arrestada el jueves y liberada el viernes, considera que al arrestarla le estaban permitiendo "vivir en la piel de Ángel Carromero cómo se estructura la presión alrededor de un detenido. Saber en carne propia los intríngulis de un Departamento de Instrucción del Ministerio del Interior".
En la conversación con Radio Martí Yoani reveló un detalle que no está en su crónica para El País: cómo sufrió golpes en la cabeza y perdió un diente mientras se resistía a que la desnudaran.
Intentaron desnudarme. Me resistí y lo pagué. El siguiente es el testimonio de Yoani Sánchez al diario español:
Me quisieron impedir llegar al juicio a Ángel Carromero. Alrededor de las cinco de la tarde del 4 de octubre, un amplio operativo a las afueras de la ciudad de Bayamo detuvo el auto en que viajábamos mi esposo y yo, junto a un amigo. "Ustedes quieren boicotear al tribunal", nos dijo un hombre vestido completamente de verdeolivo, para inmediatamente proceder a detenernos.
El operativo tenía las dimensiones de un arresto hecho contra una banda de narcotraficantes o de la captura de un prolijo asesino en serie. Pero en lugar de tan amenazantes personas, solo había tres individuos que deseaban participar de oyentes en un proceso judicial, asomarse al interior de la sala de un tribunal. Le habíamos creído al periódico Granma cuando publicó que el juicio era oral y público. Pero ya saben, Granma miente.
No obstante, al arrestarme, en realidad me estaban regalando experimentar periodísticamente el otro lado de la historia. Vivir en la piel de Ángel Carromero cómo se estructura la presión alrededor de un detenido. Saber en carne propia los intríngulis de un Departamento de Instrucción del Ministerio del Interior.
Lo primero fueron tres mujeres uniformadas que me rodearon y me quitaron el móvil. Hasta allí era una situación confusa, agresiva, pero todavía no tenía visos de violencia. Después, esas mismas fornidas señoras me introdujeron en un cuarto e intentaron desnudarme. Pero hay una porción de uno mismo que nadie puede arrancarnos. No sé, quizás la última hoja de parra a la que nos aferramos cuando se vive bajo un sistema que lo sabe todo sobre nuestras vidas. En un mal y contradictorio verso quedaría como "podrás tener mi alma mi cuerpo no". Así que me resistí y pagué las consecuencias.
Después de ese momento de máxima tensión le llega el turno al policía "bueno". Alguien que se me presenta diciendo que lleva el mismo apellido que yo -como si eso sirviera de algo- y que le gusta dialogar. Pero la trampa es tan conocida, se ha repetido tanto, que no caigo. Me imagino de inmediato a Carromero sometido a la misma tensión de amenaza y buen talante difícil de sobrellevar algo así por largo tiempo. En mi caso, recuerdo haber tomado aliento y después de una larga diatriba contra la ilegalidad de mi arresto, me quedé repitiendo por más de tres horas una sola frase: "Exijo que me dejen hacer una llamada telefónica, es mi derecho".
Necesitaba una certeza y la reiteración me la daba. El estribillo me hacía sentirme fuerte frente a personas que han estudiado en la academia los diversos métodos para ablandar la voluntad humana. Una obsesión era todo lo que me urgía para enfrentarlos. Y me obsesioné.
Por un rato parecía que había sido en vano mi insistente cantaleta, pero después de la una de la madrugada me permitieron hacer la llamada. Unas pocas frases con mi padre, a través de una línea evidentemente pinchada y ya todo quedaba dicho. Podía entonces entrar en la otra etapa de mi resistencia. La llamé hibernación, porque cuando se nombra algo es como sistematizarlo, creérselo.
Me negué a comer, a beber cualquier líquido; me negué al examen médico de varios doctores que trajeron a revisarme. Me negué a colaborar con mis captores y se los dije. No podía despegar de mi mente el desvalimiento de Carromero en más de dos meses lidiando con aquellos lobos que alternaban con el papel de oveja.
Una buena parte del tiempo toda mi actividad la filmaba una cámara que un sudoroso paparazzi manejaba. No sé si algún día pondrán alguna de esas tomas en la televisión oficial, pero organicé mis ideas y mi voz para que no pudieran ser transmitidas menoscabando mis convicciones. O les mantienen el audio original con mi demanda, o tienen que repetir la chapuza de sobreponerle la voz de un locutor. Traté de hacerles lo más difícil posible la edición posterior de aquel material.
Solo hice un pedido en 30 horas de detención: necesito ir al baño. Yo estaría preparada para llevar la batalla hasta el final, pero mi vejiga no. Después me llevaron a un calabozo-suite. Había pasado horas en otro que tenía una rara mezcla de barrotes y cortinas, con un terrible calor. Así que llegar al salón más amplio, con televisor y varias sillas, que desembocaba en una habitación con una cama realmente apetecible, fue un golpe muy bajo. Solo de mirar el estampado de las cortinas, tuve el presentimiento de que era el mismo lugar donde habían hecho la primera grabación que circuló en Internet de las declaraciones de Ángel Carromero.
Aquello no era una habitación, era un set. Lo supe de inmediato. Así que me negué a acostarme sobre la sobrecama recién tendida y a poner mi cabeza sobre las tentadoras almohadas. Me fui a una silla en un rincón y me acurruqué. Dos mujeres vestidas de militar me vigilaban todo el tiempo.
Yo estaba viviendo el déja vu de otro, el recuerdo del escenario en el que transcurrieron los primeros días de detención para Carromero. Ya lo sabía y era duro. Una dureza que no estaba en el golpe o en la tortura, sino en la convicción de que no se podía confiar en nada de lo que ocurría dentro de esas paredes. El agua podía no ser agua, la cama más bien parecía una trampa y el doctor solícito estaba más cerca del soplón que del galeno.
Lo único que quedaba era sumergirse en los abismos del yo, cerrar las compuertas con el afuera y eso hice. La fase hibernación derivó en un letargo auto provocado. Ya no pronuncié una palabra más.
Para cuando me dijeron que me iban a trasladar hacia La Habana, me costó despegar los párpados y mi lengua parecía salirse de la boca por los efectos de la prolongada sed. Sin embargo, yo sentía que los había vencido.
En un último gesto, uno de mis captores tendió su mano para ayudarme a subir al microbús donde también estaba mi esposo. No acepto cortesía de represores, lo fulminé. Y volví a tener un último pensamiento para el joven español que vio torcerse su vida aquel 22 de julio, que tuvo que bregar entre todos aquellos engaños.
Al llegar a casa supe de los otros detenidos y de que la propia familia de Oswaldo Payá no pudo entrar a la sala penal. También del pedido de siete años hecho por el fiscal contra Ángel Carromero y de la condición de concluso para sentencia en que quedó el juicio de este viernes.
Lo mío era sólo un tropezón, el gran drama sigue siendo la muerte de dos hombres y el encierro de otro.