Cirios consagrados a San Judas, la Santa Trinidad y la Virgen de Guadalupe yacen en un librero al lado de la puerta de un aula en una iglesia Metodista Unida. Una máquina de coser está a un costado de allí, entre una cama y un juego de muebles de mimbre. En una esquina, una sartén eléctrica calienta piernas de pollo.
Este cuarto improvisado es el refugio donde María Chavalan-Sut, una indígena originaria de Guatemala, vive desde hace 10 meses a fin de evitar su deportación a un país que, según dice, la ha marcado con violencia, trauma y discriminación. Su lucha ahora podría costarle al menos 214.132 dólares.
Chavalan-Sut es una de varios inmigrantes refugiados en casas de adoración que han recibido cartas de las autoridades de inmigración que les amenazan con grandes multas que son parte de las últimas medidas del gobierno del presidente Donald Trump. No está claro a cuántos inmigrantes están buscando las autoridades, pero Church World Service, organización que apoya refugiados e inmigrantes, sabe de al menos seis que han recibido cartas.
“¿De dónde voy a sacar yo? No sé”, dijo Chavalan-Sut, quien trabajó en un restaurante después de llegar a Virginia hace más de dos años, pero no ha podido aferrarse a un empleo desde que solicitó santuario. “Dios me tiene todavía con mis manos para trabajar y es lo único que tengo. Si Él piensa que con mis manos para trabajar le puedo pagar eso, que me dé un trabajo”.
Chavalan-Sut comenzó a vivir en la Iglesia Metodista Unida Wesley Memorial el 30 de septiembre, el día que tenía que reportarse a una oficina del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas para su deportación. Entró a Estados Unidos cruzando la frontera y fue detenida en noviembre del 2016 cerca de Laredo, Texas, tras viajar durante semanas desde la capital de Guatemala. Dijo que decidió emigrar y dejar a sus cuatro hijos en su país después que su casa fue incendiada.
Chavalan-Sut, de 44 años, no sabe quién prendió fuego a su casa mientras ella, sus hijos y el padre de éstos estaban dormidos adentro. Pero cree que el siniestro se debió a una disputa por derechos de terrenos porque ella es indígena, dijo su abogada Alina Kilpatrick.
Chavalan-Sut dijo que un bombero del área rehusó investigar el incendio porque no hubo fatalidades.
Algunos inmigrantes se han refugiado de la deportación en casas de adoración porque los funcionarios de inmigración las consideran "lugares delicados", donde por lo general, evitan realizar operativos. Actualmente hay 45 personas refugiadas en iglesias de todo Estados Unidos, en comparación a sólo tres que había en 2015, de acuerdo con Church World Service.
Entre ellos están la hondureña Abbie Arévalo Herrera y la mexicana Edith Espinal Moreno. Arévalo se refugió en la Primera Iglesia Unitaria Universalista de Richmond, Virginia, en junio de 2018. En tanto, Espinal ha vivido en la Iglesia Menonita Columbus, en Ohio, desde octubre de 2017.
Así como Chavalan-Sut, ambas mujeres recibieron notificaciones de multas. Las tres cartas se fecharon el 25 de junio. La multa para Arévalo es de 295.630 dólares, y la de Espinal de 497.777.
Abogados, activistas y líderes religiosos han criticado las multas. Krish O’Mara Vignarajah, presidenta y directora general de los Servicios Luteranos de Inmigración y Refugiados, las describieron como una “táctica de miedo”.
“Mientras el ICE siga respetando su propia política de evitar sitios delicados como las iglesias, que podría no ser un hecho, la agencia tendrá que seguir recurriendo a juegos psicológicos para quitar a las familias sus protecciones legales”, comentó.
La iglesia Wesley Memorial se unió al movimiento de lugares que fungen como santuarios para inmigrantes luego de que un activista contactó al reverendo Isaac Collins pidiendo ayuda. El pastor de 31 años de la iglesia dijo que aunque ha escuchado a otros pastores expresar inquietudes sobre mezclar la religión con la política, para él hacer de la iglesia un santuario no es una maniobra política: es una decisión basada en la ética cristiana.
Desde que buscó refugio, Chavalan-Sut ha podido hablar con sus hijos, de 7, 11, 14 y 21 años, por una hora al día, asegurándose de que los pequeños hagan sus deberes. El mayor está estudiando la carrera de ingeniería civil. Los dejó a cargo de una familia de la Ciudad de Guatemala. Cuando piensa en ellos, comienza a llorar.
“Entonces digo yo, yo solo soy un ejemplo de las decisiones que hacen los gobiernos también”, dijo. “No miden el mal que están haciendo. Ellos son los que siembran y luego así como mucha gente sale de los países, Guatemala digamos, que es mi país, ¿Por qué salen de su país? Porque no se soporta más”.