El 9 de mayo de 2024 el poeta Ahmad Mohsen, de 29 años, escribió una carta abierta al presidente colombiano Gustavo Petro en la que pedía la nacionalidad colombiana, pero no llegó a publicarla porque algunos amigos suyos creyeron que un gesto así podría perjudicar su eventual regreso a Egipto.
Refugiado político en Colombia, hijo adoptivo del Caribe, Ahmad escuchó por primera vez de Cien años de soledad mientras estudiaba Literatura Hispánica en la Universidad de El Cairo, y aunque ha entendido que el imprevisible viaje del exilio se hace a pie, «leo caminando, escribo caminando y canto caminando», todavía le sorprende haber regresado a la célebre novela de Gabriel García Márquez en su idioma original, en medio del bochorno costeño en que fue ambientada y largamente concebida.
En 2019, Ahmad llegó a Sincelejo, la capital del departamento de Sucre, a impartir en una universidad privada clases de español para extranjeros y clases de inglés y árabe para colombianos. En las navidades de 2020, lo asaltaron y le robaron sus pertenencias personales, el pasaporte entre ellas. Inmediatamente pidió un documento nuevo en la embajada de su país y después de cinco meses de espera, previa consulta de los diplomáticos con los órganos de inteligencia egipcios, el pasaporte le fue negado.
«En mayo de 2021 me convertí oficialmente en un apátrida», dice Ahmad. En agosto de ese año solicitó ante las autoridades colombianas el refugio que le fue otorgado en enero de 2024. Testigo de las matanzas de Rabaa en agosto de 2013, «las masacres colectivas más fuertes contra civiles en la historia de Egipto», y luego preso y torturado por cuatro meses a sus apenas 18 años, el régimen de Abdelfatah El-Sisi todavía no lo perdona.
Ahmad Mohsen nació en El Cairo el 20 de abril de 1995. Tiene tres hermanas mayores y seis sobrinos, de los cuales no conoce a dos, pues nacieron cuando Ahmad ya había emprendido la ruta de su exilio. Su padre también fue un desterrado. Murió, de hecho, en Arabia Saudita en 2010, de un fulminante cáncer de estómago, pero ya desde que tenía seis años Ahmad recuerda sus viajes en barco a través del Mar Rojo, en compañía de su madre, para visitar a su padre durante las vacaciones escolares.
Su madre es de un pueblo rural al noreste de Egipto y su padre es también de El Cairo, aunque su abuelo paterno había llegado a la gran ciudad procedente de Alejandría. «Vino del mar», dice Ahmad, «adonde luego he ido yo».
A los doce años empezó a declamar poesía y ahí empezó su relación consciente con la literatura. Alguien lo escuchó declamar y lo condujo también hacia el teatro. «Una vez salía de uno de los ensayos», cuenta, «y me encontré un señor que caminaba descalzo, había mucho sol y el sol quemaba. El señor caminaba y como que picaba el suelo para no quemarse. Yo me quité los zapatos y se los entregué y viré descalzo a mi casa».
El castellano de Ahmad es impecable. Le sirve no solo para hablar del orden de las cosas o de sí mismo, lo cual ya es demasiado, sino también para aventurar una nueva expresividad poética. Dice un poema suyo: «Arrojamos la bolsa de nuestro días/ sobre la mesa de la vida/ Nuestras monedas son viejas/ en este mundo./ ¿Cuánto nos hemos quedado en aquella cueva?/ Buscamos en nuestros bolsillos rotos/ una moneda que sirva para estos tiempos./ ¿Qué somos en este mundo?/ El chillido de las monedas viejas/ sobre la mesa del mundo nuevo».
En 2007, Ahmad viajó a Siria a un evento escolar como premio por su rendimiento académico y en 2010, un año antes de la Primavera Árabe, escribió «Ruido de niños», que califica como «un poema de rabia, de reivindicación, de revolución». Tenía 14 años. «Desde pequeño he tenido una cosa ahí con las injusticias ajenas», dice. «No podía no involucrarme con las injusticias que pasaban ante mis ojos. Desde temprano conocía que había pobres, que había ricos, que había necesitados, gente que tenía que estar afuera para ganarse la vida. Otro que tenían la vida más cómoda, no sé».
Creo en la política como valores, no la practico como ideología. Creo en los valores de la libertad, de la libertad personal, en la búsqueda de la justicia».Ahmad Mohsen, poeta egipcio refugiado en Colombia.
El 25 de enero de 2011, Día de la Policía en Egipto, Ahmad fue a rezar a la mezquita y al cine a ver una película. Recuerda que, al volver a casa, su madre cocinaba pescado. Y probablemente el sabor de aquella comida haya quedado ligado en su memoria a los hechos que ese día presenció. Una avalancha de gente bajaba por las calles frente a su balcón. Pero, contrario a cualquier otra manifestación o reunión de personas que hubiese visto, el desfile no terminaba. Propulsada por la rabia política y el hartazgo, la manifestación se aglomeraba en la Plaza Tahrir.
Ahmad vio a sus amigos del barrio en la manifestación y se preguntó qué hacía que no estaba allí. Ya huérfano, su madre lo protegía demasiado, pero no pudo reprimir el deseo y la curiosidad y se unió a aquella fuerza inédita, cuyas proporciones ni él, en plena adolescencia, ni nadie alcanzaban entonces a medir. Era el comienzo de la Primavera Árabe en Egipto.
«No me llevé plata, ni identificación, ni teléfono con conexión», dice Ahmad. «Yo estuve en el centro de El Cairo el día más importante de la manifestación. Vi la estación de policía más grande de El Cairo en llamas, la vi ardiendo. Vi carros de policías en llamas. Estaba ahí, frente al edificio de la televisión, intentando cambiar el país». Ahmad contiene el peso de sus últimas palabras, como si las frases típicas de la revolución, «cambiar el país», «entregar la vida», sonasen un poco ridículas o grandilocuentes fuera de su contexto y él intentase evitar el registro ampuloso.
El ejército mató a mucha gente ese día. Desesperada, su madre lo buscó en hospitales y estaciones de policía. Lo creyeron desaparecido. Había toque de queda y los tanques custodiaban las calles. «Llegué a casa como si hubiera llegado de la muerte», dice Ahmad. «Ellos [su familia] vivieron mi muerte varias veces, yo no. Yo no me he muerto todavía».
Casi tres semanas después, el 11 de febrero de 2011, mientras una de las hermanas de Ahmad Mohsen se casaba, el longevo dictador Hosni Mubarak renunciaba al poder. Fue un día extraordinario para los egipcios, pero muy breve la felicidad posterior. Los candidatos más liberales no llegaron a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de mediados de 2012, sino un representante del ancien régimen y Mohamed Morsi, el hombre de los Hermanos Musulmanes, quien sería finalmente el primer presidente electo de manera democrática en la historia de Egipto.
«Fue muy triste que solo quedaran esas dos opciones al final», dice Ahmad, quien participó como ciudadano en el monitoreo de las elecciones y también mantuvo en algún momento cierta cercanía con los Hermanos Musulmanes. «Tenía amigos con los que iba a la mezquita, pero no hubo vínculo político. Creo en la política como valores, no la practico como ideología. Creo en los valores de la libertad, de la libertad personal, en la búsqueda de la justicia. Yo me movía también en el grupo de la cultura y el arte en el centro de El Cairo, un mundo más liberal, y después de la revolución ambos bandos se fueron alejando».
Entré con mucha energía a la cárcel, era un chico de 18 años, revolucionario. En la cárcel, por primera vez en mi vida, me pegaron, me humillaron y no pude vengarme. Me pegó un hombre porque defendí a un chico al que este hombre insultó. Lloré mucho esa noche, por la injusticia, era injusticia dentro de la injusticia, eso me rompió».Ahmad Mohsen, poeta egipcio de 29 años. Refugiado en Colombia.
Los Hermanos Musulmanes, fundados en El Cairo en la década de los cuarenta del siglo pasado, son un grupo religioso y político sunita que entiende el Corán como el libro que establece las bases de la vida pública, las costumbres sociales y al Islam como ideología que dicta las leyes del Estado. Su estancia en el poder duró muy poco. En julio de 2013 los militares volvieron recuperaron el mando con el golpe perpetrado por Abdelfatah El-Sisi, quien impondría un régimen incluso más feroz y sanguinario que el viejo orden anterior de Mubarak.
Más tarde, en abril del 2015, el expresidente Mohamed Morsi fue sentenciado a 20 años en prisión por la responsalidad en la muerte de manifestantes egipcios en 2012. Con ello se salvaba de una posible pena de muerte después que una corte dictaminara que él y otros 12 líderes de la Hermandad Musulmana y sus seguidores fueron culpables de intimidación y violencia, pero no de asesinato.
Ahmad Mohsen cuenta que el descenso a su infierno particular comenzó el 14 de agosto de 2013, en la plaza de Rabaa Al Adawya, las fuerzas armadas egipcias masacraron a más de mil doscientas personas en menos de ocho horas. Él estaba presente y su delito fue ver: cuerpos quemados, baños de sangre, el cadáver de su mejor amigo. En la carta inédita a Gustavo Petro, Ahmad dice: «Yo fui testigo. Y esta es mi culpa. No debí haber visto. No debí estar allí. No debí haber sobrevivido la masacre. No debí haber aprendido otra lengua en la que puedo contar».Detuvieron alrededor de diez mil personas.
Ahmad pasó sus cuatro meses de cárcel en una celda de siete por cuatro metros junto a 35 presos más, con un solo baño, sin sábanas y frecuentemente torturado, mientras su madre buscaba con desespero cómo sacarlo de allí. Ante la pregunta sobre el encierro, hecha por el periódico El Universal de Cartagena, Ahmad contestó: «Entré con mucha energía a la cárcel, era un chico de 18 años, revolucionario. En la cárcel, por primera vez en mi vida, me pegaron, me humillaron y no pude vengarme. Me pegó un hombre porque defendí a un chico al que este hombre insultó. Lloré mucho esa noche, por la injusticia, era injusticia dentro de la injusticia, eso me rompió».
Tras su salida de prisión, Ahamd pudo estudiar Letras Hispánicas en la Universidad de El Cairo. Luego obtuvo una beca Erasmus y cursó Filología Hispánica en la Universidad de Salamanca, En España. Ahí su vida dio un vuelco. Cuenta que en Egipto nunca había besado a una chica y en España sucedió a los dos días. Regresó a su país, pero fue detenido de nuevo en febrero de 2018. «Tenían que asegurarse de que yo estaba callado. Que no dije nada cuando estaba en España. Que no hablaba mal de ellos. Que no decía que cometieron la masacre más inhumana de la historia moderna de mi país».
Un año después llegó a Colombia. Allí ha vivido como traductor, profesor de idiomas, ha actuado en teatros y escrito libros de poemas. Su sensibilidad es extraordinaria, como atestiguan estos versos que dan cuenta de la experiencia de un refugiado escindido entre El Cairo y Bogotá: «Mi corazón tiene dos tiempos. / Uno duerme, mientras se despierta el otro./ No comparten sus días ni sus noches./ Son dos mundos perpendiculares/ que forman la cruz que cargo en el corazón».
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