Es inicio de semana y Bertha Amaya comienza a fabricar dos imágenes que fueron las más demandadas por sus compradores meses atrás. Un ángel y una figura religiosa, conocida localmente como la Concepción de María, las cuales produce en su taller “El rincón artesanal de Bertha”.
Rodeada de otras figuras coloridas que pintó, Amaya las talla y las termina para luego ponerlas a la venta, ya sea por internet o mostrándolas a sus clientes que ya conocen su trabajo.
De 23 años de edad, esta joven considera que finalmente encontró algo que le apasiona y que puede hacer. Para llegar a descubrirlo pasó un sinnúmero de dificultades.
Bertha fue valorada por especialistas que le diagnosticaron una enfermedad poco conocida que le devino en retardo cognitivo.
“Aunque tiene 23 años, actúa como una adolescente de 15”, dijo su madre, Lucila Bertha Lezama, una maestra jubilada de 61 años, a la Voz de América.
Ella explica que a los cinco meses de nacida Bertha comenzó a presentar problemas en su organismo y convulsionaba constantemente. En el seguro médico donde estaba agremiada intentaron restar importancia a la situación, por lo que buscó a médicos privados.
Sin embargo, los especialistas que comenzaron a revisarla tampoco pudieron frenar las convulsiones. “A veces hasta 20 veces en el día convulsionaba. Se pensó que era epilepsia”.
Por medio de sus compañeros de trabajo obtuvo dinero para viajar y ser tratada en El Salvador, pero el dinero se agotó y Bertha no mejoró.
“A los tres años los médicos me dijeron: 'ya no hay nada que hacer, su hija va a ser una niña que quedará en cama para toda su vida. Cómprele una cama especial y un coche para sacarla a pasear'”.
Resignada, la educadora continuó su vida, pero un día en medio de angustias y suplicios una llamada lo cambió todo.
Una sorpresa inesperada
“'Profesora, usted tiene una llamada de México. Acéptela, a ver qué es'”, recordó.
“Mi asombro es que era una doctora que había conocido años atrás en el seguro. Le dije que a mi niña la habían desahuciado y ella me dijo: ‘¡No, tráigala aquí a México!’. Empeñé un terreno, mis tías me ayudaron y fuimos a México”.
Por medio de gestiones de la doctora y del cónsul de Nicaragua recuerda que los especialistas le dijeron que no le iban “a cobrar ni cinco centavos”.
“Yo me sentí feliz”.
Tras un sinfín de chequeos y la valoración de al menos cinco neurólogos que habían estudiado el caso de la menor, llegaron a la conclusión que padecía de “Ataxia”, un tipo de trastorno motor que se caracteriza por la disminución de la capacidad de los movimientos.
“Me dijeron que aquí (en Nicaragua) los médicos más bien complicaron el caso de ella y que tenía la sangre saturada de tantos medicamentos, ya que las dosis eran súper elevadas y eso la tenía súper descontrolada”, rememora.
Tras regresar a Nicaragua, la joven mostró una mejoría. Los médicos le advirtieron que si convulsionaba nuevamente había pocas probabilidades de que se recuperara por completo.
“Le quitaron todos los medicamentos, le hicieron exámenes minuciosos y así fue cuando me vine para acá. La doctora, que se fue a México, le fue bajando poco a poco el medicamento porque no convulsionaba y la lesión se cerró”.
Sin embargo los médicos le indicaron que si se recuperaba “iba a tener deficiencia tanto mental, como física”.
“Me dijeron que su desarrollo iba a ser lento, pero mire que grande es Dios; ya está mejor. En los primeros años que vinimos de México ella hablaba incoherente, no tenía dominio de lo que decía, era una niña hiperactiva. Ahora ha mejorado”.
Señala que luego la menor ingresó a un centro de estudios para niños con discapacidad para que pudiera relacionarse con el resto de los menores.
“Ahora habla bastante, coordina y entiende”, dice su madre, quien expresa que le preocupaba el futuro de su hija y quería dejarle algo de lo que pudiera sobrevivir.
“Todas las madres estamos pensando en el porvenir de nuestros hijos y estaba pensando en qué haría ella si yo me muero. La metí a aprender primero costura, luego repostería, no funcionó, aunque había mucha discriminación. Luego a poner uñas acrílicas y tampoco”.
Fue hasta que conoció a unos jóvenes que hacían artesanías con barro y les preguntó si podían enseñar a su hija.
Desde ahí comenzó a destacarse y su trabajo es reconocido no solo en León, de donde es originaria, sino también por extranjeros que visitan la ciudad colonial, que queda a unos 70 kilómetros al norte de Managua.
Bertha, por su parte, aunque con timidez, sostiene con orgullo que “unos amigos” le enseñaron a trabajar en las obras que hace y que hoy son bien acogidas por los visitantes de León.
“Trabajo en esto desde 2018. Me comencé a enamorar del trabajo que hago, en principio me costó, pero aprendí rápido. Fui a una feria y comencé a vender mis productos. Los clientes deciden qué prefieren de color en las figuras de barro que hago, si quieren un café o celeste”.