Tras varias semanas siguiendo la actualidad de la invasión rusa en Ucrania e informando sobre la crisis humanitaria que desencadenó el conflicto armado, allí estaba, en el aeropuerto de Barcelona, lista para embarcar. Mi vuelo se dirigía a Polonia, uno de los países que ha acogido a más refugiados desde el inicio de la guerra.
No podía estar más emocionada, me sentía realmente afortunada porque a mis 26 años me asignaran la cobertura del mayor éxodo desde la II Guerra Mundial. Era una oportunidad magnífica y no pensaba desaprovecharla.
Después de una tediosa escala en Reino Unido, el avión aterrizó en Polonia sobre las 20:30 hora local. Después de recoger las maletas, subí a un taxi y llegué al hotel. Allí me esperaba mi compañera Celia Mendoza, la corresponsal de la Voz de América en Naciones Unidas, quien cuenta con una gran trayectoria profesional y además ha cubierto varios conflictos a lo largo de su carrera.
Estuvimos hablando durante un rato, hacía un par de años que no coincidíamos en persona. Finalmente, tras ponernos al día y conversar sobre las expectativas de la cobertura, decidimos ir a dormir. Al día siguiente empezaba nuestro viaje y debíamos estar listas.
Estación Central de Cracovia
Nuestra primera parada en Polonia fue Cracovia, la antigua capital del país y un lugar repleto de encantadores rincones. Sin embargo, la ciudad también guarda un gran dolor, ya que durante la Segunda Guerra Mundial miles de judíos fueron perseguidos y asesinados por los nazis. Precisamente al sur de Cracovia se encuentra el famoso campo de concentración de Auschwitz.
Mientras observábamos las majestuosas iglesias y las calles llenas de historia desde el interior del automóvil, nos dirigimos a la “Glowny Central”, o estación central de trenes.
Allí los andenes de la parte superior estaban casi desiertos, pero al bajar las escaleras y llegar al lugar donde vendían los boletos, nos topamos con un escenario muy diferente y que representaba la realidad que vive Polonia desde hace semanas: centenares de refugiados ucranianos se aglomeraban en todos los rincones.
Este fue el primer contacto con las personas que huyen de la guerra, cuyos relatos marcarían un antes y un después en mi vida.
Nos pusimos manos a la obra. Comenzamos a fotografiar el lugar y a entrevistar a algunos de los refugiados, pero nos encontramos con algo que no esperábamos: la barrera del idioma. Muchos de ellos, incluso los más jóvenes, no hablaban ni una pizca de inglés, y nosotras aún no contábamos con el traductor que luego nos acompañaría durante el viaje. Se dirigían a nosotras en ucraniano o ruso, lenguas de las que desafortunadamente, no teníamos ni el más mínimo conocimiento.
Así que el traductor del teléfono móvil se convirtió en nuestro mejor amigo. ¡Bendita tecnología! Gracias a esto, pudimos hablar con un par de refugiadas recién llegadas a Polonia.
El testimonio de una de ellas me impactó de manera particular. Se llamaba Alexandra y era una chica joven, tenía un par de años más que yo. Nos dijo que era originaria de Járkov, una de las ciudades ucranianas más impacatadas por la guerra, y que pudo escapar junto a su hijo después que empezaran los bombardeos.
“Mis parientes se quedaron en Ucrania, los abuelos no pueden ir a ninguna parte, da mucho miedo vivir bajo el fuego, la gente está sin agua”, explicó entre lágrimas.
Y de golpe, gritos ensordecedores interrumpieron el sobrecogedor relato de Alexandra. Ella, Celia y yo nos miramos desconcertadas. ¿Qué estaba pasando? Unos instantes después descubrimos que se había producido una avalancha humana en unas escaleras mecánicas situadas a unos metros del centro de información para refugiados. Para evitar caer en el tumulto formado al final de las escaleras, la gente que estaba bajando se vio obligada a caminar en sentido contrario, por lo que se formó un gran alboroto. Aunque las autoridades polacas asistieron a las personas afectadas y nadie resultó herido de gravedad, se vivieron momentos de angustia.
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Recuperada del susto por el accidente en las escaleras y tras haber hablado con Alexandra, empecé realmente a ser consciente que testimonios tan duros como el de esta joven nos acompañarían durante toda la cobertura. Esto era sólo el principio.
Además de cientos de refugiados, la estación central de Cracovia también estaba repleta de voluntarios. Era fácil identificarlos, llevaban un chaleco de color amarillo y recibían a los que huían de la guerra con la mejor de las sonrisas.
Uno de ellos era Albert Riera, un chico catalán que tras realizar un viaje por la ciudad polaca decidió alargar su estadía para atender a los ucranianos. En la estación repartía insumos e informaba sobre los horarios de salida de los trenes: “Es humanidad. Tengo la suerte de hablar un poco de polaco y conocer la ciudad. Es cuestión de querer ayudar”, nos explicó.
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Tras varias horas en la estación volvimos al coche y pusimos rumbo al este, hacia la frontera entre Polonia y Ucrania. Durante el camino, además de vislumbrar paisajes campestres y casitas tradicionales de placas, vi algunos tanques y camiones repletos de soldados. Un símbolo de que, a pesar de estar en una zona bucólica, la sombra lúgubre de la guerra se extendía en todas partes.
Medyka, cruce fronterizo
Medyka es uno de los cruces fronterizos más concurridos por los refugiados. Según autoridades locales, cientos de miles de ucranianos pueden llegar a transitar por ese lugar a diario, aunque las cifras han disminuido en los últimos días.
Fue una de las localidades donde pasamos más horas y un lugar que me enseñó que, además de llorar de tristeza, los refugiados allí también lloraban de felicidad.
Al llegar, pude ver una larga fila de coches y camiones que esperaban para entrar a Ucrania. Muchos eran de organizaciones internacionales de alrededor del mundo y tenían como objetivo llevar insumos y medicamentos al otro lado de la frontera. Pudimos hablar con algunos conductores, quienes explicaron que el proceso puede demorarse horas.
Unos metros más a la izquierda vi un gran campamento. A lado y lado de un caminito de tierra había decenas de carpas, puntos de información y foodtrucks que ofrecían comida y bebida.
Decidí seguir el sendero. No cabía ni un alfiler. La cantidad de refugiados que llegaban era enorme. La mayoría de ellos eran mujeres, niños y personas de la tercera edad. Muchos venían cargados con maletas y bolsas, otros no llevaban nada más que una pequeña mochila. Pude notar una sensación agridulce en el ambiente. A pesar de que los rostros de los refugiados expresaban alivio por haber cruzado la frontera, sus caras también denotaban la tristeza de quienes lo han dejado todo atrás.
El lugar también estaba lleno de agentes, periodistas y voluntarios. Me sorprendió la bondad de estos últimos. Muchos de ellos eran ciudadanos comunes que venían de todo el mundo y que preocupados por la vulnerabilidad de los refugiados, se desplazaron hasta Medyka para ayudar a los que más lo necesitaban.
Además, la mayoría eran bastante jóvenes. Algunos nos explicaron que gracias a redes sociales como Instagram pudieron costearse el viaje hasta la frontera y conseguir insumos. Otros, además de proveer todo tipo de alimentos y refrigerios a los recién llegados a Polonia, tras registrarse en uno de los puntos habilitados, se ofrecían a llevar en coche a los refugiados hasta diferentes puntos de Europa.
Al final del camino, se extendía una valla de color verde custodiada por policías polacos. Ese era justo el cruce fronterizo que llevaba a los refugiados a la seguridad de Polonia, país protegido por la OTAN, y que según los expertos, las posibilidades de que sea atacado por Rusia son bajas.
Es allí donde viví uno de los momentos más emotivos del viaje. Fue durante uno de los días más fríos. El cielo era de un gris oscuro y no paraba de nevar. Justo al lado de la valla que separaba Polonia de Ucrania había un hombre de mediana edad, parecía nervioso, y no dejaba de mirar el reloj. Al cabo de unos minutos, una mujer y un bebé, que resultaron ser sus familiares, se dirigieron hasta él y se fundieron en un largo abrazo.
“Estaba muy preocupada por el bebé, también por mí, pero sobre todo por la niña. Estamos con vida y queremos seguir viviendo. ¿Entiendes? Estoy muy feliz de estar aquí ya”, explicó la mujer, que se llama Irina, mientras sostenía a una niña de ojos azules que debía tener menos de un año.
En los días que estuvimos trabajando en Medyka vimos varios reencuentros como ese. Un símbolo de que, a pesar de los estragos que causa la guerra, muchos siguen esperanzados.
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Przemysl
Otro de los lugares en el que estuvimos trabajando durante varios días fue en Przemysl, una localidad polaca que tiene unos 60,000 habitantes y que es de las más antiguas del país.
Allí se encuentra una estación de tren que según nos comentaron algunos locales, estaba prácticamente vacía antes de que estallara el conflicto entre Rusia y Ucrania. Ahora, es uno de los principales puntos de acogida de los refugiados.
Nos comentó uno de los agentes que cada día suelen llegar entre 3 y 5 trenes que vienen de Ucrania. Como máximo, cada ferrocarril puede transportar hasta 1.800 personas. La mayoría de ellos salen desde Leópolis, una localidad ubicada al oeste de Ucrania y que se ha convertido en el punto de partida de los que quieren salir del país.
Una vez llegaban a la estación, los refugiados eran atendidos por diferentes voluntarios, quienes les ofrecían comida, bebidas calientes, y les informaban sobre a qué destinos podían dirigirse de manera gratuita. También había doctores, psicólogos y representantes de organizaciones internacionales que supervisaban el trabajo que se estaba realizando en el terreno y detectaban cuáles eran las necesidades que había que cubrir.
Desde la estación, muchos de los refugiados subían a trenes que les llevarían a ciudades polacas como Cracovia o Varsovia. Otros preferían montarse en uno de los autobuses que había fuera de la estación y que se dirigían a capitales europeas como Berlín.
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Una de las miles de refugiadas que escogió Berlín para empezar desde cero es Yulia Usik. Es originaria de Kiev y tiene 31 años.
“Tuvimos 13 días de asedio y bombardeos y entendimos que teníamos que irnos porque los niños estaban traumatizados mentalmente”, nos explicó.
La joven se encontraba en la estación con sus hijos de 5 y 4 años y su madre. Al hablar de su marido su cara cambió totalmente: “Está en Kiev, tiene 33 años”, dijo mientras le temblaba la voz. La observé con preocupación, ya que no podía entender todo lo que estaba diciendo.
“Él nos prometió que volvería a por nosotros”, dijo instantes después, al mismo tiempo que su rostro se llenó de lágrimas. Cuando nos tradujeron lo que había dicho, no pude evitar emocionarme.
Durante mi trabajo como periodista, he tenido la suerte de conocer a multitud de personas que amablemente me han contado gran cantidad de historias sobrecogedoras, y siempre he luchado conmigo misma para no mostrar mis sentimientos. Ante todo, creo que un periodista debe ser profesional.
Sin embargo, con la historia de Yulia no pude contener las lágrimas. ¿Cómo una chica solamente unos años mayor que yo podía estar sufriendo tanto? ¿Cómo la guerra podía separar a las familias de esta manera?, me pregunté.
Mientras escuchaba a la joven y reflexionaba sobre esos temas, una voluntaria se acercó a nosotros y explicó que la familia debía irse, pues su autobús ya estaba listo para partir a Alemania. Nos despedimos apresuradamente y le agradecí que nos hubiera abierto su corazón.
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A diferencia de Yulia, hay refugiados que no tienen dónde ir. Mientras deciden cuál será su futuro, son trasladados a refugios temporales, donde suelen pasar una media de 3 o 4 días antes de encaminarse hacia su próximo destino.
Y precisamente en uno de esos refugios ubicados en Przemysl, fue donde también estuvimos trabajando varios días. El refugio se encontraba a unos 5 minutos de la estación de tren y se trataba de una escuela primaria que tenía un pabellón que había sido habilitado para acoger a los refugiados.
Allí conocimos los testimonios de refugiados de un perfil totalmente diferente a los que habíamos conversado anteriormente: el de los niños.
Uno de los primeros pequeños con los que hablamos fue Máksim, originario de Odesa. Un niño con unos expresivos ojos verdes. Era modelo en Ucrania. Su madre accedió a que lo entrevistáramos.
“¡Hola a todos! ¿Quién está viendo esto? Por favor, véanlo aunque no estoy listo todavía”, comentó tras colocarle el micrófono y encender la cámara.
“Escuché muchas explosiones, era difícil ir en tren. Escuchamos sirenas y alarmas, tenía mucho miedo”, explicó mientras sostenía a Mishka, un osito de peluche. “Es mi amigo y está conmigo”, dijo sobre el juguete.
"Al principio Rusia era nuestro amigo, pero luego llegó el villano y lo arruinó todo", explicó ante nuestra perplejidad. ¿Cómo un niño de 7 años podía estar diciendo esto?
"Echo de menos a Ucrania y quiero volver”, concluyó.
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Después del viaje
Ahora, desde la comodidad de mi hogar, en España, y lejos del frío y de las escenas de dolor, reflexiono sobre el viaje. ¿Cómo puede ser que tan sólo unas semanas puedan llegar a cambiar la perspectiva que se tiene de ver las cosas?
Esta cobertura me ha enseñado que a veces, los problemas que uno tiene y que parecen un mundo, son insignificantes. No hay nada peor que una guerra y lo que esta conlleva: muerte, destrucción, incertidumbre, vidas truncadas, separación de familias, y el temor de tener que empezar de cero.
Y mientras pienso cómo finalizar este escrito suena el teléfono. Lo miro con cara de aburrida, pensando que será una de las tediosas notificaciones de twitter, pero, sorprendentemente, es Alexandra, la primera refugiada que conocí durante la cobertura. Me dice que sigue en Cracovia, pero esta vez junto a su hijo y su madre, una familia les ha acogido. Sonrío y pienso que aún hay motivos para creer en los finales felices.
Y tras una de las mejores experiencias de mi vida solo puedo decir… ¡Dziękuję, Polska! o lo que es lo mismo: ¡Gracias, Polonia! Gracias por enseñarme tanto a nivel profesional como personal.
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