Primero, aparece tenue y, luego, se hace cada vez más incandescente. La luz que alerta sobre la escasez de gasolina se va inflamando en el tablero de mi vehículo, con la silueta roja de un dispensador de combustible. En Maracaibo, en Venezuela, los locales decimos con humor que el ícono es casi como un grito: “¡échale!”.
Si bien en cualquier punto del mundo aquello representa la urgencia de llenar el tanque, en una de las ciudades más pobladas del país suramericano evoca a la vez crisis y estrés, en momentos cuando recién resucitan las largas colas de carros en las estaciones de servicio.
Ocurre que Maracaibo, capital de Zulia, el estado petrolero por excelencia de Venezuela, vivió años de extensas filas y esperas de varios días para poder surtirse en las gasolineras hasta que, en mayo, desaparecieron en un santiamén. Según fuentes de la industria petrolera, las mejoras del transporte y la estabilidad de las refinerías lo permitieron.
También lea Irán ayuda a Venezuela a reparar refinerías mientras Maduro acusa a Duque de “ataques”Pero este jueves en la mañana se hace claro que los viejos plantones están de vuelta, mientras llevo a mi hija a su fiesta de fin de año escolar: barriles y cadenas de metal cierran los accesos al interior de dos de las “bombas” principales, como se llama a las gasolineras.
Uno de sus empleados confirma, con una pena que se lee a la distancia, que sus ventas están suspendidas por no tener combustible. La coyuntura es un retrato de otras tantas “bombas” en el norte de la ciudad, contaban amigos en chats y voceros sindicales en redes sociales, como Twitter. Las pocas estaciones donde hay gasolina ya se repletan de carros.
La escasez es nacional. Desde los primeros días de diciembre, residentes y voceros sindicales en regiones del sur, occidente, Los Andes, oriente y el centro del país, denuncian que las esperas prolongadas y el racionamiento de litros por usuario, han regresado.
Las autoridades no se han pronunciado, mientras agencias de prensa, como Reuters, reportan que acaba de averiarse una unidad de la refinería Amuay, que, junto a Cardón, forma parte el complejo refinador más grande Venezuela, en el estado Falcón.
El grand prix de cecilio acosta
De regreso a casa, ya con mi pequeña en su celebración navideña, vi un oasis en el desierto: una cola de vehículos relativamente corta que avanzaba en una estación de la avenida Bella Vista. Tras una vuelta rápida a la manzana para cerciorar que surtían y, al confirmar que sí, tocó acelerar para llegar, cual piloto de Fórmula 1, al puesto final del improvisado “pit”.
Todo era matemáticas en la mente: son las nueve y treinta de la mañana; hay no menos de 40 carros en fila; cinco conos plásticos bloquean el estacionamiento de una panadería para evitar que los sedientos de gasolina obstaculicen la entrada de clientes; resta un kilómetro y medio de distancia hasta la estación de servicio; y, quizás, también dos horas de espera.
Cada tanto, toca apagar y encender el carro. Así, se acaba el aire acondicionado que permite paliar los 35 grados centígrados que imperan en la ciudad. Comienzan el sudor y el debate: ¿enciendo el aire frío a pesar de estar emparamado, bajo el riesgo de cazar un resfriado?
También lea Desaparecen las largas colas por gasolina en “la ciudad petrolera” de VenezuelaEl malestar de la rinofaringitis de las últimas semanas se agudiza, mientras hago llamadas al seguro médico y envío mensajes a los editores de turno en el trabajo, pendiente siempre del joven vigilante de una verdulería que, ocasionalmente, hace señas para que avancen carros.
Levanta su mano, estirando un dedo. Lo agita, apurado, y me digo: “que pase solo uno, debe ser”. Doy por sentado entonces que es mi turno de llegar hasta el amparo de la sombra de dos elevados edificios, justo antes de girar a la calle principal de la gasolinera.
El reloj avisa que ya han pasado 40 minutos desde que emulé a Max Verstappen en el ahora improvisado Grand Prix de la popular calle venezolana de Cecilio Acosta.
El “ponche”, el billete
Girar en la esquina y divisar a la distancia el punto de entrada de la estación de servicio, resguardado por dos militares, no es sinónimo de contentos ni alegrías. En todo caso, se exacerban la incomodidad y la ansiedad mientras confirmo que faltan 14 carros para entrar.
Todo chofer que haya aguardado en una de estas filas sabe que, aun estando en las vísperas del servicio, la gasolina puede acabarse en cualquier momento y las horas pueden haber pasado en vano. Los locales llaman a ese acto de máxima frustración “quedarse ponchao".
En el espejo retrovisor se refleja un señor, entrado en sus 50 años, mientras zarandea una carpeta de manila para espantar las moscas que han irrumpido dentro de su vehículo, justo detrás. Es que, a solo unos metros, en la acera del costado, cajas de pizzas, vegetales podridos y suciedades varias yacen sobre bolsas de basura destripadas por un anónimo.
La cola se detiene por 10, 15, 20 minutos. Nadie avanza. Media hora después, se mueve, mientras uno de los uniformados se va acercando a cada vehículo. “Andá a pagar”, invita, con sequedad. Apago el carro, lo dejo en la cola y me acerco casi trotando a una ventanilla cuyo cobrador solo acepta pagos con dólares en efectivo.
Cuatro choferes aguardan, de nuevo, aunque sin carros, también en fila.
-Pónme 45 litros, por favor.
-El máximo son 40, nos ordenaron.
-Bueno, dame 40.
También lea EEUU emite una licencia ampliada para permitir a Chevron importar petróleo venezolanoDoy el monto exacto, un billete de 20 dólares -cada litro cuesta 50 centavos de dólar en las gasolineras sin combustible subsidiado en Venezuela-. El encargado me devuelve el pago casi de inmediato. “Aquí tiene un rotico, no te lo puedo aceptar”, aduce, mientras apunta con el dedo hacia la presunta grieta de apenas milímetros en el centro de la divisa impresa.
No la veo, pero, ni modo. Serán 30 litros, me digo, antes de entregarle billetes de 5 y 10 dólares, rogando por el milagro de que no aparezcan los supuestos desgastes por los que muchos comerciantes, como quien está tras la ventanita, suelen rechazarlos en este país.
Un papelito blanco gravado con la frase “30 litros” y una firma ininteligible es la llave del servicio. Es el momento estelar: un “bombero” amable abre la tapa del tanque, inserta la manguera y cumple a cabalidad el mandato escrito. Ni una gota más, ni una menos.
Una hora y 40 minutos, entre sudores e incertidumbres, tomó apagar aquella luz roja cada vez más candente del tablero en un país colmado, de nuevo, de largas y agotadoras colas.
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