Llegué a Israel el 28 de febrero, luego de dos vuelos que demoraron 16 horas. Tras mi arribo al país que en Latinoamérica llaman Tierra Santa sentí alivio. Había pasado dos estrictos controles de seguridad y lo que venía de ahí en adelante era descubrimiento.
Creí estar lista para conocer sobre la política, la cultura y la manera en la que convergen tres religiones, y aunque creo en Dios, mi idea de lo que significa la religión para Israel era muy vaga. Y lo poco que sabía del conflicto lo había leído en libros que me dieron la impresión de creer comprenderlo casi todo.
Pero tras casi 20 días en Israel, a 12.000 kilómetros del país donde nací, El Salvador, regreso con la visión de un Israel lleno de diversidad, de religiosos y no religiosos, de comunidades conservadoras y otras liberales, de zonas donde se vive la paz y otras donde la guerra ha dejado su huella.
El inicio
El taxista que me llevó del aeropuerto al Instituto Internacional de Liderazgo Histadrut percibió mi sorpresa ante los rótulos con caracteres de idiomas que yo no conocía:
“Esos son tres idiomas: el hebreo, que es nuestra lengua, el árabe que es la lengua de buena parte de los habitantes de Israel y el inglés, que es el idioma que habla la mayoría de los turistas”, dijo.
Que los caracteres árabes y los hebreos compartan un mismo rótulo me resultó paradójico en el momento, dado el conflicto entre quienes hablan estas lenguas. Pero esa idea tomó otra forma a medida avanzaron los días.
Tras el Holocausto, durante la Segunda Guerra Mundial, las Naciones Unidas apoyaron el establecimiento del Estado de Israel en una parte del territorio que los árabes habitaban: Palestina. Desde 1948, oficialmente, Israel es un Estado, y eso profundizó las ya raíces que tenía el conflicto con árabes.
En el pueblo de Kochav Ya'ir – Tzur Yigal vi una esperanza para eliminar de a poco la continuidad de la guerra: ahí Yuval Arad cuenta cuando vio a niño árabe levantar del suelo a un niño judío que se había caído. “No puedo decirles a un niño árabe y a un niño judío que sean amigos, pero sí les puedo dar una pelota y ¡veremos qué pasa!”.
Con esa idea, el alcalde se asoció con alcaldes de otras 13 ciudades árabes e israelíes para tratar de cambiar la perspectiva de los niños respecto a los pueblos que entre sí se consideran “el enemigo”.
Ya sea como israelí o como palestino, los niños no eligen donde nacer y menos eligen el bando del conflicto. Si nacen judíos-israelíes crecen bajo la herencia del judaísmo y el dolor de recordar el Holocausto. Si nacen árabes crecen bajo el temor de sus abuelos y las historias de cuando no había muros que separaran las tierras.
Pero la esperanza que se logra en esas mancomunidades parece lejana en otras: la comunidad israelí más cercana a la franja de Gaza, Netiv HaAsara, se mantiene protegida por tres muros: uno de hormigón, otro decorado con mensajes de paz en estilo mosaico y una cerca electrificada.
Frente a esos muros, en un día que parecía como si estuviéramos bajo una tormenta de arena, sentí por primera vez miedo a caminar en un campo de guerra donde ya han muerto niños.
Yo, que no viví los años de la guerra civil en El Salvador, no logro dimensionar cómo una comunidad puede sobrevivir estando a 400 metros de un campo de guerra, y me cuestioné: “¿Por qué estas realidades me han parecido tan lejanas?”. De inmediato quise ver habitantes y no los vi. Quise ver vida y no la vi.
La política israelí es como un abanico de colores, tiene tantas realidades que, como decía uno de mis profesores, Sergio Gryn, no puede encasillarse.
Israel nos cuenta dos épocas: la moderna y la bíblica. También nos habla de la paz y de la guerra.
La ciudad de Tel Aviv es conocida por su aura de liberalismo. A los israelíes se les ve tranquilos ahí. Desde Tel Aviv ven y tocan el mar Mediterráneo, y a sus espaldas tienen los centros de tecnología más importantes del mundo.
Pero si nos vamos a Jerusalén, la ciudad de la Biblia, la sensación de que el tiempo retrocedió unos dos milenios es inevitable. Las antiguas murallas que rodean Jerusalén hablan no solo de los imperios pasados sino de cómo Dios o Alá entró en contacto con los hombres.
La convivencia entre cristianos, judíos y musulmanes es un hecho que pesa, pero que se sobrelleva, pues cada uno tiene su templo, y cada templo está encima del otro, como una torre de tres niveles.
Eso mantiene a estas religiones bajo el frágil velo de una tregua. Un caso que no ocurre literalmente en Latinoamérica, pues no hay un lugar santo por el que haya constantes guerras.
Las personas y sus kipás, el gorro ovalado usado por los judíos, o las hiyab, el pañuelo que cubre la cabeza de las mujeres musulmanas, hablan de la diversidad de religiones en Jerusalén, y ver las edificaciones provoca el sentimiento de una presencia divina.
Los judíos ven en Jerusalén el hogar ancestral de los israelitas. El islamismo cree que Mahoma ascendió al cielo desde este lugar, y los cristianos, al tocar la piedra donde se cree que reposó el cuerpo de Jesucristo tras ser crucificado, se estremecen.
El recuerdo más perdurable que me llevo de Israel es la paradoja de que la llamada Tierra Santa es también una tierra de actos de dolor, y que pese a ello, sus habitantes siempre le desean, a quienes lo visitan, la paz: “¡shalom!”.
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