Las irreconciliables desavenencias políticas entre republicanos y demócratas las ha sufrido mayormente el país y a la larga se han convertido en un bumerán para el Congreso.
Desde hace casi medio siglo el déficit fiscal de EE.UU. no se había reducido a un ritmo tan rápido como este año, pero lo que fue propósito durante años tanto de republicanos como de demócratas se ha conseguido de la peor manera y a un costo político muy alto.
Cifras oficiales difundidas esta semana en Washington indicaron que el déficit nacional en el año fiscal 2013, que concluyó el 30 de setiembre, fue 37,5 por ciento menor que en 2012, lo que lo que hizo disminuir a solo una proporción del 4,1 por ciento del Producto Nacional Bruto.
Lo cierto es que a pesar de que el Congreso y La Casa Banca han estado batallando desde hace años por recortar gastos gubernamentales y conseguir un presupuesto equilibrado de manera consensuada no lo han logrado, y las disputas en lugar de dar paso a soluciones políticas lo que han hecho es ahondar la crisis, dilatándola.
Como paradoja una reducción de los gastos públicos de manera excesivamente acelerada podría comprometer aún más el ya débil crecimiento económico del país y dar al traste con la tan necesaria reactivación del mercado laboral, lo que pone al ejecutivo en una disyuntiva sumamente incómoda.
Debido a la falta de un acuerdo entre republicanos y demócratas, en marzo pasado el gasto federal fue drásticamente reducido de manera automática, lo que se conoció como sequestration (por secuestro de fondos).
Como resultado, el gasto público se contrajo dos por ciento y mayormente se vieron afectados los presupuestos de defensa y educación. La medida de fuerza fue una especie de “señal de peligro” pactada por los legisladores para verse obligados a llegar antes de esa fecha a un acuerdo fiscal, lo que a la larga no sucedió y lo impensable, el masivo corte de fondos, entró en efecto.
De cierta manera, algunos expertos opinan que los republicanos, ansiosos por poner freno a los gastos del gobierno del presidente Barack Obama, han sido los que han ganado la batalla, pero en la práctica sus irreconciliables desavenencias con los demócratas a quien han puesto contra la pared ha sido al país.
En octubre el encarnizado debate legislativo sobre el presupuesto y el aumento del techo de la deuda provocó el cierre parcial del gobierno durante 16 días, lo que al final fue resuelto pero una vez más de forma inconclusa mediante la aprobación de fondos temporales, y si para el 15 de enero —cuando estos expiran—no se alcanza un nuevo acuerdo, estallará otra crisis.
En consecuencia, el mensaje que los estadounidenses están enviando a Washington es claro. Según la más reciente encuesta de la cadena NBC y el diario The Wall Street Journal, el 60 por ciento de los electores dijeron que si tuvieran ahora la oportunidad de hacerlo enviarían de regreso a la casa a los actuales legisladores.
El presidente Obama tampoco sale muy bien parado y el 51 por ciento desaprueba su trabajo. Con todo, el Congreso es el que se lleva la peor parte, y de acuerdo con un sondeo de opinión de la cadena CBS, una cifra récord, el 85 por ciento de los entrevistados, rechazan la labor de los congresistas.
Cifras oficiales difundidas esta semana en Washington indicaron que el déficit nacional en el año fiscal 2013, que concluyó el 30 de setiembre, fue 37,5 por ciento menor que en 2012, lo que lo que hizo disminuir a solo una proporción del 4,1 por ciento del Producto Nacional Bruto.
Lo cierto es que a pesar de que el Congreso y La Casa Banca han estado batallando desde hace años por recortar gastos gubernamentales y conseguir un presupuesto equilibrado de manera consensuada no lo han logrado, y las disputas en lugar de dar paso a soluciones políticas lo que han hecho es ahondar la crisis, dilatándola.
Como paradoja una reducción de los gastos públicos de manera excesivamente acelerada podría comprometer aún más el ya débil crecimiento económico del país y dar al traste con la tan necesaria reactivación del mercado laboral, lo que pone al ejecutivo en una disyuntiva sumamente incómoda.
Debido a la falta de un acuerdo entre republicanos y demócratas, en marzo pasado el gasto federal fue drásticamente reducido de manera automática, lo que se conoció como sequestration (por secuestro de fondos).
Como resultado, el gasto público se contrajo dos por ciento y mayormente se vieron afectados los presupuestos de defensa y educación. La medida de fuerza fue una especie de “señal de peligro” pactada por los legisladores para verse obligados a llegar antes de esa fecha a un acuerdo fiscal, lo que a la larga no sucedió y lo impensable, el masivo corte de fondos, entró en efecto.
De cierta manera, algunos expertos opinan que los republicanos, ansiosos por poner freno a los gastos del gobierno del presidente Barack Obama, han sido los que han ganado la batalla, pero en la práctica sus irreconciliables desavenencias con los demócratas a quien han puesto contra la pared ha sido al país.
En octubre el encarnizado debate legislativo sobre el presupuesto y el aumento del techo de la deuda provocó el cierre parcial del gobierno durante 16 días, lo que al final fue resuelto pero una vez más de forma inconclusa mediante la aprobación de fondos temporales, y si para el 15 de enero —cuando estos expiran—no se alcanza un nuevo acuerdo, estallará otra crisis.
En consecuencia, el mensaje que los estadounidenses están enviando a Washington es claro. Según la más reciente encuesta de la cadena NBC y el diario The Wall Street Journal, el 60 por ciento de los electores dijeron que si tuvieran ahora la oportunidad de hacerlo enviarían de regreso a la casa a los actuales legisladores.
El presidente Obama tampoco sale muy bien parado y el 51 por ciento desaprueba su trabajo. Con todo, el Congreso es el que se lleva la peor parte, y de acuerdo con un sondeo de opinión de la cadena CBS, una cifra récord, el 85 por ciento de los entrevistados, rechazan la labor de los congresistas.