Son cristalinas, cual piscina, las aguas que llegan al pecho de un hombre barbudo que recorre la playa del cayo venezolano de Playuela, ofreciendo a los turistas sus servicios de alquiler de botes y un trampolín con deslizador inflables.
Ese islote del estado de Falcón, en la zona noroccidental de Venezuela y que forma parte del Parque Nacional Morrocoy, es un paraje de relajación y entretenimiento para las decenas de niños, jóvenes y adultos que lo rodean.
Para Vladimir Ríos, de 39 años, es su fuente de ingresos desde su adolescencia.
“Trabajar en la playa es divertido, chévere”, cuenta a la Voz de América ya desde la orilla, vistiendo camiseta blanca de mangas largas, lentes oscuros, un vasto sombrero de paja y un pendiente dorado.
A sus espaldas, una pareja sonríe mientras ven cómo sus dos niñas se lanzan por uno de sus deslizadores hacia aguas turquesas. Dos muchachos juegan con una pelota de goma dentro de la playa y un septuagenario se tiende sobre la arena para broncearse.
A pocos metros, varios hombres y mujeres con franelas blancas recorren la playa convidando ostras, calamares, pescados fritos, helados, tortas dulces, sombreros, bebidas y masajes a los visitantes.
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Vladimir, de piel tostada por el sol y oriundo del estado vecino de Carabobo, define esos servicios como “emprendimientos” y agradece “la suerte” de ganarse la vida en un ambiente que le gusta, si bien sus cuentas no siempre viven “momentos buenos”.
Cobra por tiempo, en divisas en efectivo: 20 dólares permiten usar sus inflables durante media hora, aunque también se declara dispuesto a rebajar sus precios -está abierto a ofrecer 15 minutos de sus servicios por la mitad de la tarifa-.
Su ganancia en la tarde de este jueves era mediana como el volumen de una canción de la cantante Karol G que se escucha desde un toldo cercano: "Ando por ahí/ Con los de siempre, un flow cabrón/ Dando vuelta en un 'makinón'".
Cuenta Vladimir que este agosto, mes de vacaciones escolares en Venezuela, no ha tenido tan buenos ingresos como hace años. Esta temporada suele trabajar hasta 6 días a la semana.
“Esperemos que tengamos algo (más) de facturación, porque venimos de dos meses anteriores donde la cosa ha estado un poco ruda”, expresa, con tono de fe de cara al fin de semana, cuando las ventas suelen mejorar.
Riesgo de deudas
Cientos de proveedores de comidas, productos y servicios trabajan en esas playas del occidente del país con permisos o concesiones del gobierno venezolano.
Muchos se oficializan como promotores o guías turísticos, pero deben pagar a un organismo oficial llamado Inparque una mensualidad equivalente a 30 dólares.
Solo así pueden trabajar en cayos como Playuela, Sombrero, Pescadores o Playa Azul entre las 7:00 de la mañana y las 5:00 de la tarde -ya no se permite pernoctar en ellos-.
Además, les piden colaborar con 5 dólares para limpiar la basura de esos islotes.
Johnny Bolívar, un vendedor de pulseras y cadenas artesanales, de 19 años, se preocupa cuando las ventas son pocas, porque no puede pagar esas cantidades, ni su transporte hasta las playas desde poblados como Tucacas o Chichiriviche.
“Es muy riesgoso, porque a veces uno no vende y uno queda endeudado con la lancha”, manifiesta desde Boca Seca, un cayo con barrera de corales y aguas inmaculadas, poco antes de reanudar las ofertas de sus bisuterías multicolor.
Planes y palabras
Morrocoy es uno de los destinos turísticos por excelencia de Venezuela, una nación de América del Sur que limita con el Mar Caribe.
Es refugio de centenares de especies de aves y reptiles marinos, como tortugas, caimanes y delfines. Su variedad de peces es amplísima.
El presidente Nicolás Maduro anunció hace 1 año un “plan especial para reacondicionar y recuperar” los poblados de Tucacas y Chichiriviche, desde donde parten lanchas y embarcaciones para llegar en solo minutos a sus cayos.
Tucacas parece haberse congelado en el tiempo, a pesar de las promesas oficiales: aún no exhibe mayores avances en infraestructura, el asfaltado de sus calles o nuevos negocios por lo menos en los últimos 5 años.
Apenas la semana pasada, su comunidad y la de otros poblados de la costa oriental de Falcón, entre ellas la de Chichiriviche, vivieron un apagón de 44 horas que apenas hizo eco en algunas redes sociales.
Osnel Arnias, alcalde del municipio, imputado en 2008 por presunta corrupción, dijo el año pasado que los recursos eran “insuficientes”, pero añadió que sus habitantes veían “inversión y retribución” en proyectos, obras y programas.
“No es tan fácil”
Tucacas es una de tantas ciudades espejo de la crisis económica nacional en la última década, con repuntes inflacionarios, salarios bajos, fallas de los servicios públicos y el desplazamiento del bolívar venezolano en favor de otras monedas.
El gobierno de Maduro ha proyectado que el crecimiento económico del país será mayor a 5 puntos este año, mientras economistas aseguran que hubo una recesión de la actividad productiva nacional durante el primer semestre de 2023.
En ese contexto social, Johnny Gómez, un mercader ambulante de dulces de coco y flotadores para niños, madruga a diario para tomar una buseta desde Morón -un poblado cercano-, llegar a los muelles de Tucacas y embarcarse en alguna lancha.
Siempre sonriente, comparte que sus ventas han tenido sus “altas y bajas”.
“Con mucho esfuerzo me he comprado mi casa, mis cosas de valor, mi ‘motico’. Me he sabido administrar, porque aquí no es fácil”, comenta desde Boca Seca.
Johnny pudo pagar sus cursos para ser técnico metalúrgico gracias a sus ganancias en las playas, donde labora desde los 12 años.
Sigue estudiando ingeniería, acota, con orgullo.
“La cosa ha cambiado, no es tan fácil” como hace años, menciona sobre su oficio, con sus inflables en forma de palmeras y circulares siempre al hombro.
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“A veces no vendo nada”
Sayín Rojas, mientras, dice que espera vender suficientes helados el siguiente fin de semana para saldar la deuda acumulada con los lancheros que contrató entre miércoles y viernes para poder llegar a su sitio de trabajo, en Boca Seca.
“A veces no vendo nada, es raro cuando uno hace una ventita los días de semana”, dice la nacida hace 43 años en Morón.
Aun cuando vende poco, puede cubrir lo básico en su hogar, asegura. “Por lo menos, uno no se acuesta sin comer, tenemos para comprar un parcito de zapatos, los útiles (de la escuela de su hijo de 14 años), para costear los estudios”, apunta.
Como otros vendedores de la playa, creyó que este mes haría más “platica”, pero admite que el negocio sigue marchando “lentísimo” a solo pocos días de septiembre.
La cava donde preserva sus congelados reposa a sus pies, sobre la arena de color beige claro del cayo Boca Seca. Sayín confía en vender suficientes helados entre sábado y domingo para balancear sus finanzas de la semana, ahora menguadas.
Cuenta que se fue hace años a Colombia para trabajar como ayudante de cocina, pelando sacos tras sacos de papas y cebollas, “pasando roncha”, según explica coloquialmente las dificultades que vivió en el país vecino.
Con las aguas celestes como testigo, firma una promesa: no volverá a emigrar.
Dice que prefiere quedarse “así sea comiendo arepita con mantequilla” cada día.
Para ella y sus colegas de playa, “no hay como estar aquí en Venezuela”.
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