Cuando la fotógrafa cubana Damaris Betancourt cruzó las puertas del emblemático hospital psiquiátrico habanero conocido como Mazorra, no tenía idea de que pasarían 23 años para que las imágenes que allí tomó de los pacientes, se unieran en su libro “Diez días en Mazorra”, publicado por Rialta Ediciones este año.
Mirar y apretar el obturador, conversar con los enfermos y de alguna manera llevarse aquellos rostros con ella -dentro de la cámara- fue una especie de exorcismo que ha traido hasta hoy con esta selección de 100 fotos en blanco y negro.
“Cada mañana, cuando cruzaba la entrada hacia el hospital, sentía tensión y desasosiego, que por suerte se iban aplacando en la medida que pasaba tiempo con los pacientes. Y cada tarde cuando salía, sentía libertad y felicidad”, explicó desde Zurich, Suiza, a la Voz de América.
VOA: ¿Cómo fue el proceso de curaduría de las fotos para el libro entre tanto material que llegaste a compilar? ¿Cuáles fueron tus guías para la selección?
Este ha sido un proceso por años. Cuando llegué de Cuba con estos negativos, estuve semanas, si no más de un mes, metida en mi laboratorio, primero revelando las películas, imprimiendo los contactos y luego los retratos que más me importaban. Estar en la oscuridad amarillenta del laboratorio desde la mañana hasta la tarde acompañada de estos rostros, fue revivir la experiencia, y se dio sin dudas un hilo afectivo y un sentido de pertenencia hacia ellos a través de sus retratos.
VOA: Un trabajo así está a medio camino entre la fotografía documental y el periodismo gráfico. ¿Cuán lejos está esto de lo que comúnmente haces, practicas también este género desde Suiza?
Mi acercamiento a la fotografía vino sin dudas de mi deseo fallido de estudiar periodismo. Veo a la fotografía ante todo como documento, testimonio de la realidad. Mis primeras fotos en El Fanguito y en Callejón de Andrade de hace casi 30 años persiguen eso: dar testimonio de una realidad y comprometerse con ella. Creo que sigo haciendo esto en la medida de lo posible. En Suiza el espacio para el reportaje gráfico se ha reducido lamentablemente; y además de eso, Cuba es un tema que ha sido monopolizado durante años por una visión parcializada y desde afuera. Así que paradójicamente he tenido más oportunidades aquí para publicar trabajos hechos en Senegal, Anguilla o Jamaica, que en Cuba.
VOA: ¿Por qué 23 años para publicar un libro así? ¿Qué te impedía volver sobre un material tan valioso y darlo a conocer?
Cuando tuve todas las impresiones terminadas, me acerqué a una o dos redacciones en Zurich -las que me respondieron- y también mostré mi trabajo a personas vinculadas a la fotografía y con gran influencia. A nadie le interesó. Así que continué haciendo cosas sin desorientarme, porque nunca dejé de creer en el valor documental de estos retratos. Los publiqué en su momento en mi página web, y un buen día puse un fragmento en mi perfil de Facebook y hubo muchas reacciones positivas. Ha sido tan simple como eso; las redes sociales me han permitido emanciparme de las redacciones de prensa, de la parcialidad y del enchufismo para hacer público mi trabajo.
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El Hospital Psiquiátrico de La Habana lleva desde 2006 el nombre del comandante de la revolución Bernabé Ordaz, el hombre elegido por el fallecido expresidente cubano, Fidel Castro, para dirigir aquel manicomio de mala reputación antes de 1959 y sobre el que pesan acusaciones de torturas físicas y psicológicas contra opositores políticos. Más recientemente, surgieron denuncias y fotografías que mostraron el abandono de la institución por parte del Estado, incluyendo la muerte de pacientes, cuyos cuerpos aparecieron amontonados en imágenes divulgadas en 2010.
Damaris dijo que tras un portazo dado por el Centro Internacional de Prensa en La Habana en 1998 -institución del Ministerio de Relaciones Exteriores que supervisa el trabajo de la prensa internacional- cuando intentó cubrir junto a un periodista la visita del Papa Juan Pablo a Cuba, no le restó el ánimo de abordar hechos en su país de nacimiento. Llamó a Ordaz, entonces director del hospital, de quien guardaba celosamente sus contactos tras una visita anterior al centro.
“Me di cuenta de que Ordaz era muy coqueto; él se teñía el pelo y la barba, y calzaba unos zapatos tipo plataformas para disimular su baja estatura. En un momento en la entrevista dijo su edad, y al terminar yo objeté diciendo que lucía mucho más joven. Creo que ahí gané su simpatía. Me dejó sus números de teléfono y yo los guardé como cosa muy preciada”, comenta.
Sin embargo la empatía con Ordaz no la cegó. Sabía que sus límites llegaban hasta donde empezaban las salas tenebrosas de las celdas de castigo. “Ciertamente logré tener acceso a un poco más que la simple postal. Pero por más que jugué a ser ingenua e insistí en llegar a los lugares más sombríos, no lo conseguí: aquellos siniestros pabellones donde los pacientes no sonríen ni hacen payasadas, donde pasan las secuelas de las sesiones de (terapia) electroshocks o donde presuntamente torturan a disidentes y a no disidentes, como la sala penal Pedro Carbó Serviá”, escribe ella misma en la nota introductoria al libro.
El poeta, ensayista y editor del libro, Carlos Aguilera, aborda este aspecto en “Mazorra: un epílogo” al hablar de la psiquiatría como un “dispositivo de Estado”.
“Esto último no sólo lo avala The Politics of Psichiatry in Revolutionary Cuba, el excelente estudio de Brown y Lago sobre todo el horror que tuvieron que vivir veintisiete presos políticos entre los años setenta y ochenta del siglo pasado en el Hospital psiquiátrico de La Habana (popularmente conocido como Mazorra, al haber sido fundado en 1857 sobre unos terrenos que llevaban ese nombre), sino documentos como los de la Conferencia Nacional de Instituciones Psiquiátricas del año 1963, donde se deja en claro el papel de la nueva institución y su sometimiento al modelo higiénico-ideológico que luchaba por poner en práctica el Castrismo (….)”, apunta Aguilera.
La historia de la desidia en Mazorra volvióa a repetirse en enero de 2010, cuando 27 pacientes murieron de frío en sus instalaciones.