Greismery, una niña de tres años de pelo rubio, corretea en el arenal que es el piso de su casa, un rancho de cercas de latas oxidadas en el barrio Altos de Milagro Norte de Maracaibo. Su vestido amarillo está manchado de tierra casi en su totalidad.
Su rostro tiene tintes de sucio por doquier. Sus pies, curtidos de mugre, muestran heridas circulares. Cuatro llagas forman una seguidilla en el izquierdo.
Están secas: rosadas en sus interiores, marrones en sus bordes. Otras tantas se le han marcado, cual esquirlas, en la piel de ambos tobillos, de su batata y de prácticamente todo su cuerpo. Tiene lesiones hasta en la cabeza.
“Sí le pica, porque se rasca y se rompe”, cuenta Osmerys Vargas, su madre, de 27 años, mientras hurga entre el pelo catire de Greismery en busca de las llagas.
Tres de sus cuatro hijos sufren de enfermedades de piel desde hace tres meses.
Dedicada a la venta ilegal de gasolina -“para medio comer”, dice-, la joven le achaca la culpa al agua sucia que utiliza en su hogar.
El líquido tarda meses en llegar por las tuberías. Compra, cuando puede, unos pocos litros en un balde pequeño por 3.000 bolívares, menos de un céntimo de dólar estadounidense. A veces, ni ese monto tiene disponible, admite.
Camioneros de cisternas le venden el agua, generalmente, en estado turbio. “Creo que es eso. El agua está viniendo amarilla”, argumenta.
Ella misma tiene llagas en las manos, los pies y en lugares íntimos. Abraham, su hijo de cinco años, tiene roturas sangrantes de piel en ambas piernas.
El niño, también repleto de sucio en cuerpo y vestimenta, solo ríe. Y se rasca.
Wismerys, la hija menor, de solo seis meses, duerme rendida dentro de una hamaca de tejido guajiro que guinda entre un árbol del patio y un borde del rancho. Tiene una burbujita marrón en el pecho y otra cerca del mentón.
Osmerys no tiene dinero para comprar jabones ni artículos de limpieza. El poco ingreso que obtiene vendiendo ilegalmente 30 litros de gasolina lo invierte en comida.
El 48 por ciento de los hogares venezolanos viven en pobreza, de acuerdo con los últimos datos publicados por la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, realizada anualmente por investigadores independientes de universidades de Caracas.
El de Osmerys entra en la estadística por donde quiera que se le mida.
“No tengo ahorita ayuda de nadie. Soy sola con mis cuatro niños. Tienen rato con eso (la enfermedad de piel)”, expresa, triste, ya sentada en una silla en medio del arenal, con Abraham y Greismery rondándola, jugueteando.
Tampoco tiene recursos para comprarles cremas ni medicinas. La abuela de los niños los ha tratado con un remedio improvisado, muy casero: remoja las llagas en aceite y, luego de unos minutos, ya secas, las arranca con sus uñas.
“No hallo qué echarles”, dice Osmerys.
La Sociedad Venezolana de Dermatología advirtió hace un año de la reaparición de patologías contagiosas de piel, como la escabiosis, conocida como sarna, la pediculosis capitis (piojos), el impétigo costroso, la dermatitis atópica, la psoriasis y el lupus cutáneo.
La organización, que data de 1938, señaló que esas enfermedades derivan de “las condiciones socio-sanitarias de la población” venezolana. Se declaró preocupada por la falta de medicamentos, como antibióticos y antimicóticos, para aplicar tratamientos.
También lea Opción de vida en ColombiaLa Alta Comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Michele Bachelet, concluyó en julio que la situación del derecho a la salud en Venezuela es “grave” y mencionó como una de sus causas a “la falta de factores subyacentes determinantes, incluyendo agua y nutrición adecuada”.
El gobierno en disputa de Nicolás Maduro desestimó las acotaciones del informe de la enviada de la ONU, acusándolo de estar “cargado de mentiras”.
El de los tres niños de Osmerys es un caso que se repite en la mayoría de los hogares de comunidades empobrecidas de Venezuela, como el barrio Altos de Milagro Norte.
La vecindad es una de las más asoladas de Maracaibo, capital del estado Zulia, cuna petrolera del país y la región más poblada, con cuatro millones de habitantes.
Las condiciones de vida en ella son paupérrimas. Sus residentes se debaten a diario entre comer y satisfacer sus otras necesidades: o es lo uno o es lo otro; nunca ambos.
Es gente que decide comprar alimentos –pocos e insuficientes para toda la familia- antes que adquirir artículos de higiene personal, como jabones y champús.
No se sabe con certeza cuántos casos de enfermedades de piel hay en Venezuela. El Ministerio de Salud del gobierno en disputa de Maduro no difunde cifras oficiales desde 2016, si bien reporta algunos datos a la Organización Panamericana de Salud, de acuerdo con gremios de la salud en el país y la oenegé Human Rights Watch.
Bachelet lo advirtió también en julio. “Se producen violaciones al derecho a la salud por el hecho de que el gobierno no publique datos sobre la salud pública, que son esenciales para la concepción y puesta en práctica de una respuesta adecuada a la actual crisis sanitaria”, escribió en su informe.
Datos extraoficiales de la Sociedad Dermatológica, citados por el canal France 24 en un reciente reportaje, reflejan el aumento de 11 por ciento en los casos de enfermedades de piel en Venezuela en los últimos años.
Las consultas médicas gratuitas daban una idea clara de cuántas enfermedades dermatológicas había en el país. Hoy, esa asistencia dejó de ser termómetro.
Leopoldo Díaz Landaeta, fundador del Postgrado de Dermatología Pediátrica de la Universidad de Zulia, cuenta que hoy existen menos pacientes, pero, irónicamente, hay más condiciones para la aparición de padecimientos atópicos.
Hace cuatro años, el personal de ese centro asistencial atendía a entre 30 y 50 niños con enfermedades de piel cada mañana. Actualmente, solo ven cuatro.
Pero la cifra, a su juicio, no significa que haya menos casos que antes.
“Es que no tienen dinero para pagar el pasaje del transporte público o no quieren perder el tiempo recibiendo recetas de medicinas que no pueden pagar”, dice el doctor, fundador y director del postgrado de Pediatría de la Universidad del Zulia.
Afirma que hay más niños con trastornos dermatológicos que hace 20 años. Lo atribuye a las condiciones de vida, especialmente a la calidad de la alimentación.
“Están vulnerables a todo. Hay una falta de calidad y de cantidad en la alimentación. Están inmuno deprimidos por mal nutrición”, comenta.
Díaz Landaeta puntualiza que el contexto social en el que viven estos niños los deja en lo que llama “una minusvalía total”.
El medio en el que se desenvuelven, rodeados de insectos, animales, mosquitos, suciedad, falta de higiene y ausencia casi absoluta de agua, es “cultivo” de las enfermedades que se reflejan en sus pieles, diagnostica.
Nicole, de dos años, duerme dentro de una hamaca azul en la vivienda de enfrente de donde residen Osmerys y sus cuatro muchachos, en Altos de Milagro Norte.
Tiene en el costado izquierdo de su nariz una herida enrojecida, sangrante. Hace calor. Mucho. Su abuela, Aurora López, de 59 años, la dejó vestida solo con un short verde claro para que su piel se refrescara.
Su torso y las piernas están repletos de puntos blancos. Son cicatrices, ya secas, de las burbujas que le han salido desde que era apenas una recién nacida.
“Les salen desde chiquitica, de tres meses, y a la otra también”, menciona Aurora, de origen wayuu, refiriéndose a su otra nieta, Camila, mayor que Nicole.
La descripción de las pústulas ilustra el suplicio de sus niñas.
“Van creciendo y creciendo unas pelotas grandes. Salen rojas. Botan como un pus con sangre, no de pus sola”, dice, ahondando en detalles. “Se le llenaba el cuello a la bebé. Lloraba bastante, bastante. En la cabecita también”.
El remedio ha sido doméstico e improvisado. Aurora hirvió una mata de monte, que bota leche, para bañar a las nietas con esa agua, ya tibia. El tratamiento es efímero.
“A veces, se le calma por un mes, pero vuelven otra vez y le salen en el bracito, en la mano, en la nalguita. Dicen los médicos que es por el agua sucia”, comenta.
Sentada frente al chinchorro donde duerme Nicole, muestra las ramas con las que prepara sus pócimas de baño: una, pequeña, es “la hembra” del arbusto, la que funciona para calmar el picor, según ella; y la otra, más profusa, es “el macho”.
Aurora cuenta que un dermatólogo de consulta gratuita les prescribió hace semanas una medicina que costaba 45.000 bolívares –un dólar-.
Sostiene aún los tallos verdes de su antídoto en ambas manos. Enseguida, mira de reojo a su nieta. Admite que no le queda más remedio que apelar a sus instintos.
“No tenemos cobres”, dice.
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