Por Michelle Obama. Artículo publicando en TheAtlantic.com
En este momento, 62 millones de niñas en todo el mundo no van a la escuela. No están recibiendo ninguna educación formal en absoluto — ni lectura, ni escritura, ni matemáticas—ninguna de las habilidades básicas necesarias para mantenerse a sí mismas y a sus familias, y contribuir plenamente a sus países.
A menudo, como es comprensible, este tema se enmarca como una cuestión de recursos, una falta de inversión suficiente en la educación de las niñas. Podemos resolver este problema, según se argumenta, si proporcionamos más becas para que las niñas puedan pagar las cuotas escolares, los uniformes y los útiles escolares; y si proporcionamos transporte seguro de manera que sus padres no tengan que preocuparse de que van a ser asaltadas sexualmente de camino hacia o desde la escuela; y si construimos baños escolares adecuados para las niñas de manera que no tengan que quedarse en casa cuando tengan sus períodos, y que luego se atracen y terminen abandonando la escuela.
Y es verdad que ese tipo de inversiones son fundamentales para hacer frente a la crisis global en la educación de nuestras niñas. Es por eso que, en la primavera pasada, el presidente y yo lanzamos "Let Girls Learn" (el programa “Dejemos que las niñas aprendan”), una nueva iniciativa para financiar proyectos de educación como los campamentos para enseñar liderazgo a las niñas, instalaciones sanitarias, educación a las niñas en zonas de conflicto y para hacer frente a la pobreza, el VIH y otros problemas que alejan a las niñas de las escuelas.
Pero si bien estas inversiones son absolutamente necesarias para resolver el problema de la educación de nuestras niñas, simplemente no son suficiente. Las becas, los baños y el transporte seguro van a funcionar solo de manera limitada si las sociedades aun miran la menstruación como algo vergonzoso y si hacen a un lado a las niñas solo porque tienen el período. O si los violadores no son castigados y si rechazan a las victimas de violación como si fueran “bienes dañados”. O si ofrecen pocas oportunidades para que las mujeres puedan unirse a la fuerza de trabajo y puedan mantener a sus familias, de manera que no resulte financieramente viable para los padres que luchan con la pobreza enviar a sus hijas a la escuela.
En otras palabras, no podemos hacer frente a crisis de la educación de nuestras niñas hasta que no atendamos las creencias y prácticas culturales generalizadas que ayudan a perpetuarla. Y ese es el mensaje que precisamente pretendo enviar esta semana cuando viaje a Oriente Medio. Voy a visitar las niñas en una escuela en Jordania, una de las muchas en el país que educan tanto a niños jordanos como a niños de otras familias que han huido del conflicto en Sirita, para enfatizar en el poder de la inversión en la educación de las niñas.
Pero también estaré pronunciando un discurso en una conferencia global de educación en Qatar donde estaré urgiendo a los países de todo el mundo a hacer inversiones nuevas en la educación de las niñas y a que desafíen las leyes y prácticas que silencian, desprecian y brutalizan a las mujeres —desde la mutilación genital femenina, a los matrimonios forzados, a las leyes que permiten la violación marital y las que dejan en desventaja a las mujeres en los lugares de trabajo.
Sabemos que los cambios legales y culturales son posibles porque los hemos visto en países alrededor del mundo, incluyendo el nuestro. Hace un siglo, la mujer en Estados Unidos no podía votar. Hace unas décadas era perfectamente legal que los empleados se rehusaran a contratar mujeres, y la violencia doméstica no era vista como un delito, sino como un asunto familiar privado. Los cambios los realizaron individuos al llevar a juicio a sus patrones, al luchar por procesar a los violadores y al dejar a sus esposos abusivos —y a través de los movimientos nacionales y legislación que trajo cambios como la 19ª. Enmienda, el capítulo IX, y la ley contra la violencia a las mujeres.
Cambios culturales como estos pueden hacer que los países hagan mayores inversiones en la educación de las niñas. Y cuando lo hacen, eso puede provocar un efecto de cascada que puede llevar a un progreso cultural y político todavía más grande en nombre de las mujeres. Las mujeres que son educadas se casan más maduras, tienen menos hijos y tienen una tasa de mortalidad menor, son más proclives a inmunizar a sus hijos y es menos probable que contraigan el VIH.
Las niñas mejor educadas también pueden ganar mejores salarios —entre 15 y 25 por ciento más por cada año adicional de escuela secundaria que hagan— y los estudios han mostrado que enviar a las niñas a la escuela puede impulsar el crecimiento de todo un país. Y cuando las niñas escolarizadas se vuelven saludables, financieramente seguras, empoderadas, están mejor equipadas para luchar por sus necesidades y aspiraciones, y para retar las leyes injustas y las prácticas y creencias perversas. Así que realmente esto puede volverse en un círculo virtuoso.
Pero al final de cuentas, para mí, este tema no es solo sobre política o economía, para mi es un asunto moral.
Viajando por el mundo me he encontrado con muchas de estas niñas. He visto de primera mano que cada una de ellas ha provocado la chispa de algo extraordinario dentro de ellas, y que están muy deseosas de realizar su promesa. Caminan durante horas a la escuela, aprenden en raquíticos pupitres sobre pisos de tierra y en salones de clase sencillos. Estudian durante horas por las noches, abrazando fuerte sus esperanzas por el futuro, aun ante las mayores adversidades.
Estas niñas no son diferentes a mi hijas o otras hijas. Y no debemos aceptar nunca que los cuerpos de nuestras hijas sean mutilados o que se tengan que casar a la fuerza con hombres mayores cuando todavía son adolescentes, o que tengan que vivir confinadas a una vida de abuso y dependencia. No tenemos que criarlas en sociedades en las que se silencie sus voces y se desprecien sus sueños. Ninguna de nosotras aquí en Estados Unidos aceptaría esto para nuestras hijas y nietas, entonces ¿por qué aceptarlo para otras niñas en nuestro planeta?
Como primera dama, como madre y como ser humano, no puedo abandonar a estas niñas y planeo mantenerme alzando mi voz en su nombre por el resto de mi vida. Planeo mantenerme pidiendo a los líderes mundiales que inviertan en su potencial y creen sociedades que realmente las valore como seres humanos. Planeo seguir tocando a los líderes locales, las familias y a las mismas niñas para crear conciencia sobre lo poderoso que es enviar a las niñas a la escuela. Y planeo mantenerme hablando sobre este tema en casa, porque creo que todos nosotros —hombres y mujeres en cada país de este planeta— tenemos la obligación moral de dar a todas estas niñas un futuro digno de sus promesas y sus sueños.