I El “Quitarruido”
El golpe de una piedra sobre el techo de zinc de su casa interrumpe la siesta vespertina. ¡Planck! Oswaldo Díaz, fabricante de mesas metálicas y activista social, trunca su descanso, sobresaltado. Unos niños lanzan rocas al aire, tratando de derribar mangos del árbol cuyas ramas se erigen sobre su vivienda.
Están “desesperados” por el hambre, dice el hombre, de 52 años, conocido como “El Topo” en Altos de Milagro Norte, una de las barriadas más empobrecidas de Maracaibo, en Venezuela. Solo hay un breve regaño. Luego, reparte las frutas.
Cada mañana, las regala a “entre 10 y 15 niños”, calcula. El grupo aumenta por la tarde: hasta 25 menores de edad buscan saciarse con el mango, ya amarillo, maduro. Por día, entrega de 80 a 100 mangos, cuenta a la Voz de América.
“Tenemos que organizarlos. Se quieren golpear peleando por un mango para poder alimentarse”, precisa. Entre las familias de su sector y en los derredores, indica, prevalece la “necesidad” porque no cuentan con alimento suficiente.
La “necesidad”, como se refiere recurrentemente al hambre, ha aumentado durante los últimos nueve años, especialmente entre los más pequeños, asegura.
“El Topo” describe aquella escena de la piedra, de días pasados, mientras sostiene un envase plástico lleno de mangos, en la acera frontal de su vivienda.
“Sabemos la necesidad que estamos viviendo en Venezuela y, por ello, tratamos de solventarlo. Los recogemos, los lavamos y se los entregamos”, especifica.
Díaz dice sentir “dolor” cuando ve que hay ancianos de Altos de Milagro Norte que solo comen mangos. “Es lo único que pueden lograr (comer) para el día”.
Entre mayo y julio, es temporada de la fruta. Al mango, lo llaman en Maracaibo “el quitarruido”, pues calma temporalmente los sonidos intestinales típicos de cuando una persona experimenta hambre. Le dicen también el “te vi venir”, como expresión de amor o alegría ante algo muy esperado, explica Díaz.
La mayoría prefiere comerlo así, al natural. Otros preparan jaleas o jugos con él. Hay también quien hierve sus conchas para mezclarlas con otros alimentos o, incluso, lo licuan junto a cereales u otros granos que puedan tener en casa.
II El amortiguador
Gianfranco Reyes, un venezolano de 38 años, se gana la vida como ayudante de herrería. Sus ganancias, en ocasiones, no son suficientes para comer tres veces al día y, entonces, los mangos se antojan como una solución rápida y gratuita.
“Uno siente un poquito de hambre y permite calmarla. A veces, uno no tiene para desayunar y, ajá, tiene que comerse ‘aunque sea’ unos mangos para calmar el hambre”, asegura a la VOA el joven, de contextura delgada, ante una bicicleta modificada en la que transporta media docena de bombonas de gas doméstico.
A sus espaldas, se lee una inscripción escrita en color amarillo sobre una pared de lata oxidada: “la revolución es hambre”. La oposición venezolana acusa al gobierno de Nicolás Maduro, y antes al de Hugo Chávez, de provocar una “emergencia humanitaria compleja” que ha hambreado a millones de gente.
El poder ejecutivo nacional, sin embargo, desestima esas acusaciones, afirma que la situación económica está mejorando en los tiempos recientes y culpa a sus detractores de inducir reacciones diplomáticas y hasta militares en contra.
La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, realizada por investigadores universitarios independientes, reveló que en 2021 había 94,5 % de pobreza en Venezuela y concluyó que 76,6 % de la ciudadanía vivía en pobreza extrema.
Dani Sulbarán, un hombre que camina junto a su hijo por la calle principal de la misma barriada marabina, se lleva dos mangos de la taza plástica de Díaz, quien reparte la fruta a los transeúntes que deseen aliviar el hambre esa mañana.
“Es bueno, es un calmante hasta que esté (listo) el almuerzo”, expresa, sosteniendo el par de frutas y, en su otra mano, una rueda de bicicleta.
Para él, ese alimento no es más que una “merienda”. No lo sacia, advierte. “Es para ‘entretenerse’ no más. Eso no es para llenarse”, acota, con semblante serio.
En ciudades de clima cálido de Venezuela, como Maracaibo, abundan las matas de mango en sectores de clase baja, media o alta. La gente suele recoger la fruta en temporada para alimentar a quien la quiera y, a la vez, evitar que se pudran y mantener los patios y frentes de sus hogares ajenos a sucios y moscas.
Gianfranco, por su parte, dice necesitar al menos cinco mangos para algún desayuno que no pueda resolver con otro tipo de comida. Le sirve, admite, para “amortiguar” la necesidad de alimento un día cualquiera tres meses al año.
III La puerta abierta
Dos empanadas de queso terminan de dorarse en una paila con aceite hirviendo en la entrada de la vivienda de Carmen Castillo, de 80 años, en el sector Altos de Milagro Norte. La doña dice que las vende “baratas”, pero están lejos de ser el producto más solicitado en su hogar. Muchos le ruegan a diario por un mango.
El árbol con la fruta está sembrado en casa de la vecina de al lado, su hermana, pero sus ramas se extienden hasta su patio. Ella permite que niños, jóvenes, trabajadores adultos y señoras sin ocupación entren a llevarse la fruta.
“Se llevan cuatro o cinco mangos para comer, porque ‘tenemos hambre’, dicen. Las cosas no están como antes. El hambre está fuerte, mijo. No es como antes, que los hijos trabajaban, le traían a uno” dinero o comida, cuenta la anciana.
Hay días cuando en su hogar no hay mayor variedad de alimento, sino arroz con queso. Si eso también falla, asegura, “hay mangos pa’ apagar el hambre”.
Carmen comparte que siente “lástima” cuando ve tanta pobreza entre sus vecinos y gente que camina por la comunidad. El día anterior, cuenta, una mujer se llevó 10 mangos verdes porque, según le explicó, no tenía nada que comer.
Opina que el país vive una situación social “horrible”. Mientras tanto, ella promete seguir permitiendo que transeúntes y conocidos urgen entre el monte de su casa para buscar alguna fruta. “La puerta está abierta”, remarca, mientras dos de sus nietos devoran dos mangos maduros con absoluta dedicación.
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IV Alimento del cielo
Desde el frente de su casa, donde hay hasta tres árboles de mango, “El Topo” llama con un grito a un joven y a un niño que caminan por la otra acera. Luego, les hace un gesto silente para ofrecerles la fruta que recogió esta mañana.
Ambos lucen delgadísimos y visten ropa desgastada. El menor de ellos, con un saco de tela trasparente repleto de material de reciclaje a cuestas, recibe dos mangos. Ríe. Enseguida, da un mordisco a uno de ellos y sigue su camino.
Antes, en una vereda de arena y monte que lleva hasta su casa desde la avenida principal, Díaz se había topado con otros dos niños. Un leve hedor de mangos putrefactos se huele en el caluroso lugar. Decenas de frutas yacen ennegrecidas en el suelo, alrededor de la raíz frondosa del árbol, entre materiales de herrería.
El mayor de los niños, de unos tres años, llegó cabalgando un camión de plástico de vieja data, que empujaba con los pies, él con la cara enmugrecida. Tomó dos frutas, pero devolvió una. No perdió tiempo para morder la que se quedó.
Díaz, activista social desde hace 38 años, lo llama “bendición de Dios”. El mango es un alimento gratuito en Maracaibo, que cae literalmente del cielo, como las piedras que agujerean cada tanto el techo de lata de la casa de alias “El Topo”.
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