Algunos venezolanos desesperados por alimentar a sus familias en medio de la pandemia de coronavirus desafían el mar abierto en frágiles cámaras neumáticas, armados apenas con un anzuelo y un sedal.
Un pequeño pero creciente número de personas en la ciudad costera de La Guaira, a sólo unos minutos de la capital, Caracas, ha recurrido al mar en busca de medios para sobrevivir.
Es un riesgo que se ven obligados a tomar mientras el confinamiento nacional paraliza una economía que ya se encontraba en una situación miserable.
“Nosotros somos constructores, nosotros somos albañiles, pero ahorita no hay trabajo de construcción. No hay ¿Cuánto cuesta un saco de cemento? Vale 10 dólares ¿Quién compra un saco de cemento ahorita en 10 dólares? Y si compran el saco de cemento no van a tener para pagarte la mano de obra. Entonces, ¿Cómo hacemos? Más fácil para nosotros es salir a pescar”, dijo Juan Carlos Almeida, de 35 años, quien pesca acompañado de Eric Méndez.
También lea La pobreza en Venezuela se ha agravado tanto, que se parece a la de Nigeria o El CongoOtros que reman en pequeños grupos hasta 8 kilómetros (5 millas) de la costa perdieron sus trabajos en ramas como la construcción y los restaurantes que atendían a los bañistas. Todas las playas están cerradas, pero ellos tienen niños hambrientos en casa en los barrios en las laderas.
El nuevo coronavirus golpeó a Venezuela a mediados de marzo y el gobierno ordenó el cierre de la mayoría de las empresas. El virus se ha propagado de manera constante en los cinco meses desde entonces. Las autoridades dicen que el COVID-19 ha matado a menos de 300 personas y ha enfermado a aproximadamente 31.000.
La nación permanece en gran parte paralizada y los vuelos comerciales han dejado de pasar por el principal aeropuerto del país en La Guaira. La gente tiene pocas esperanzas de que la vida vuelva a la normalidad pronto.
Los recién llegados a la pesca menor prefieren la seguridad del muelle de La Guaira, por temor al mar abierto, pero Almeida y Méndez, de 40 años, se consideran experimentados después de pasar un par de meses metiéndose al agua en sus cámaras de aire. Han hecho paletas de remo con bandejas de plástico y usan aletas en los pies para impulsarse hacia el Caribe. Rápidamente se pierden de vista de los que están en tierra.
Llevan anzuelos adicionales en el ala de sus sombreros, lejos de la goma y listos para pescar. Dejan caer líneas de pesca de un carrete cebado con sardinas.
Uno de los mayores temores de los ahora pescadores es que alguno de sus anzuelos pueda perforar accidentalmente su cámara de aire mientras pescan muy lejos de la orilla. Llevan tiras de goma para improvisar parches de emergencia en caso de un pinchazo accidental.
Cuando atrapan un pez, lo jalan lentamente para ver si hay un tiburón siguiéndolo. Evitan acercarlos demasiado, pues podrían tratar de morderles las piernas. Independientemente de los riesgos, los pescadores en cámaras de aire dicen que estar en el mar durante varias horas los relaja. Les permite alejarse por un momento de las luchas de la vida en tierra: la pandemia, la crisis económica, los niños hambrientos y la falta de trabajo.
Dicen que prefieren adentrarse en el mar porque ahí es donde nadan los peces grandes, pero allí hay corrientes que amenazan con arrastrarlos mar adentro.
Cuando regresan a la costa reman contra las corrientes. Es agotador. Luego caminan varios kilómetros hasta su casa, descalzos y cargando su pesca en una mochila amarilla, azul y roja, de las que el gobierno les da a los niños en la escuela. Llevan su cámara sobre un hombro.
La pesca de un buen día puede alimentar a sus familias durante una semana e incluso pueden compartirla con vecinos. El resto lo venden por una pequeña ganancia.
“Nosotros también tenemos derecho a la comida. Si nosotros no tenemos un trabajo, tenemos que ir... ¿a qué? A lo que Dios le dio a uno: el mar. Tenemos que lanzarnos a pescadores”, dice Méndez, un esposo y padre con dos hijos.
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