Supe que estaba en problemas hace unos días cuando me miré en un espejo y lo que vi fue un perro pastor mirándome.
Giselle, quien durante años se ha encargado de mantener relativamente presentable mi desarreglado cabello, ahora está en retiro forzado hasta el 19 de abril. No está sola.
En un esfuerzo por contener al coronavirus, el gobierno suizo ha ordenado que todos los bares, restaurantes, estadios y espacios culturales permanezcan cerrados. Sólo negocios “esenciales”, como supermercados y farmacias pueden estar abiertos.
Claramente nadie pensó en informar a las autoridades que las peluqueras son una parte esencial de la vida. Así es que las actividades para los 8,57 millones de habitantes del país están severamente limitadas por lo menos hasta el 19 de abril.
Será en esa fecha que el gobierno evaluará el brote de coronavirus y decidirá si la situación ha mejorado suficiente para suavizar las medidas extremas que han convertido este bello país en un fantasmal escenario.
La semana pasada, en aras de preserver la sanidad mental, decidí romper mi aislamiento para caminar entre los árboles, libres todos del coronavirus. También mis reservas de alimentos estaban bajas, por lo que decidí que era hora de reabastecerme.
No estaba preparada para el nuevo mundo que encontré. Las calles estaban desoladas. Incluso el auge de la construcción, que ha estado convirtiendo en una miseria la vida en la ciudad, está básicamente paralizada.
El estacionamiento en el centro commercial del barrio, usualmente muy concurrido, estaba medio vacío. Todas las tiendas caras y de descuentos estaban cerradas. Sólo dos supermercados estaban abiertos, con largas filas de personas, separadas por dos metros, esperando pacientemente su turno para entrar.
Cuando llegó mi turno, una pandilla de depredadores había barrido la estantería. El pan, en particular, fue duramente golpeado. No había una migaja a la vista. Y no, no había papel higiénico.
Mi frustración encontró compañía. La gente fue amable. Me regalaban una sonrisa de comprensión mientras nos cruzábamos en los pasillos del supermercado.
Suiza es vecina de Italia, durante semanas el país más golpeado por el coronavirus. Pero un reciente análisis estadístico mostró que Suiza, con más de 24.000 casos confirmados y más de 950 muertes, tenía la más alta tasa de infecciones en el mundo, basado en el tamaño de su población.
A pesar de las malas noticias y la cuarentena en Italia, la frontera suiza en Ticino continúa abierta para permitir que entren unos 68.000 italianos que trabajan en Suiza y que son considerados vitales para la economía.
Las autoridades suizas reaccionaron rápidamente al primer caso de coronavirus, confirmado el 25 de febrero. Tres días más tarde, tomaron el insólito paso de prohibir las reuniones públicas de más de 1.000 personas, decepcionando a miles que planeaban asistir al más grande festival en Basilea.
Otras víctimas incluyeron a la feria de arte más grande del mundo en Basilea, una convención de inventos y el Show Automovilístico Internacional de Ginebra, el cual atrae anualmente a medio millón de visitantes.
La cuarentena ha tenido un efecto adverso inmediato en las actividades de la Organización de Naciones Unidas y otras organizaciones internacionales con sede en Suiza.
El 3 de marzo, el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas canceló 200 eventos para reducir el número de participantes. Y nueve días más tarde, el consejo suspendió su sesión una semana antes de la fecha de clausura debido al avance del coronavirus.
En ese momento no nos percatábamos que ese era el fin de todas las actividades “normales” en Naciones Unidas. La ONU, que solía ser un panal de actividad, está básicamente clausurada. Sólo unos cuantos empleados “esenciales” han quedado merodeando en el edificio.
Estos cambios radicales, por supuesto, han afectado la forma en que yo reporto como periodista. He tenido poco problema ajustándome a trabajar desde la casa como lo he hecho durante años, mucho antes que el “teletrabajo” se volviera una expresión normal en el vocabulario de la gente.
Sin embargo,la diferencia entre trabajar en casa ahora y trabajar en casa en los tiempos pre-coronavirus es considerable y no cómoda.
En el pasado, mi trabajo autoaislado era alternado con viajes a la ONU para cubrir conferencias de prensa, eventos especiales, socializar y chismear con mis colegas. Era fácil desplazarse por la ciudad y viajar a lugares remotos en busca de un reportaje.
Pero eso era entonces, y esto es ahora. A como todo el mundo, estoy aprendiendo a maniobrar en un mundo virtual.
Conferencias de prensa en persona han sido remplazadas por virtuales, presentando una serie de obstáculos. Por ejemplo, hace unos días, me conecté a una conferencia virtual de la Organización Mundial de la Salud sobre el coronavirus.
En su declaración inicial, el director de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, dijo que su más grande preocupación era el impacto que el mortal virus podría tener si lograba afianzarse en países con sistemas de salud débiles.
Inmediatamente me enfoqué en el África subsahariana, donde el brote ha venido aumentando. Rápidamente oprimí *9 para hacer una pregunta. Desafortunadamente, con 277 periodistas conectados, muchos de los cuales tambien esperaban hacer preguntas, yo no tenía esperanzas, sin importar cuán frecuente o furiosamente oprimía *9 en mi teclado.
Uno de mis más grandes lamentaciones como reportera en este ambiente de precaución y miedo es mi habilidad reducida para contar las historias de desesperación que merecen ser escuchadas pero están siendo olvidadas.
Eventos catastróficos con consecuencias para millones de civiles atrapados en el conflicto se están desarrollando en silencio. Igual las tragedias de niños muriendo de hambre y enfermedades, de las mujeres violadas como una táctica de guerra, o de refugiados huyendo de persecución y violencia.
He llegado a entender que mi mayor esperanza de llevar un poco de luz a estas oscuras esquinas de miseria es asociarlas con la pandemia del coronavirus, una singular amenaza dominando cada aspecto de nuestras vidas.