La selva tropical húmeda es cada vez menos un hogar seguro para los indígenas embera en Colombia. Años en medio del conflicto armado interno y precarias condiciones de vida los han empujado a desplazarse y llegar cíclicamente por miles a Bogotá.
La última caravana de más de 2.000 emberas llegó al filo de la medianoche del lunes a la capital colombiana: mujeres con vestidos de colores vivos y collares de cuentas, niños en brazos y hombres cargando bultos de comida a cuestas se ubicaron en carpas plásticas en las calles aledañas a la Agencia Nacional de Tierras para exigir al gobierno la titulación de terrenos donde puedan sembrar sus alimentos.
“Donde nosotros nos ubicamos la violencia es constante, tenemos niños muertos, desnutridos por falta de tierras, no tenemos tierra adecuada para sembrar nuestra producción” y alimentarlos, relató a AP Rubiel Wazorna, autoridad en el resguardo indígena de Mistrató, un municipio enclavado en las montañas de Risaralda, al centro oeste del país.
Luego de varios días de diálogo con el gobierno alcanzaron un acuerdo el viernes para que se les adjudican nuevas tierras y otras condiciones básicas en salud y educación, por lo que se espera que retornen a Risaralda.
Pero con el próximo regreso de los emberas que protestaron no acaban las dificultades de su etnia. En Bogotá quedan cerca de 1.600 indígenas —600 de ellos niños— en un albergue insalubre a la espera de ser reubicados en terrenos propios o retornados a su territorio con garantías en educación, salud y seguridad.
Este grupo de emberas fue ubicado por las autoridades locales en el albergue en 2022 luego de pasar meses ocupando un céntrico parque de la ciudad. Desde entonces están a la espera de una solución.
Los emberas forman parte de los miles de desplazados en Colombia. Según el Consejo Noruego de Refugiados, desde 2016 han sido desplazadas 1,5 millones de personas en el país, impulsadas principalmente por razones de seguridad como amenazas, combates armados, despojo de tierras y minas antipersonales.
En La Rioja, un albergue estatal en el centro de Bogotá y a pocas cuadras de la zona de expendio y consumo de drogas, los emberas viven hacinados.
Al cruzar la puerta principal plásticos negros se convierten en carpas y en su interior duermen una decena de familias, algunas con colchones y otras en el suelo. Este tipo de campamentos se repiten en cada espacio del albergue que queda libre: en las escaleras o en otros patios. En las habitaciones, los emberas se acomodan en camarotes, carpas o colchones y se apiñan en las noches para dormir.
Los pasillos son cocinas improvisadas en las que una mujer fríe un huevo para comer con arroz. A pocos metros hay un baño, sin servicio de agua, en el que se acumulan mosquitos y los residuos de las deposiciones. Una niña de aproximadamente cuatro años entra con un recipiente con agua que cargó desde el primer piso, donde sí hay servicio, mientras otras mujeres lavan la ropa en lo que solían ser lavamanos.
Los emberas, que se traduce “gente”, fueron nómades tiempo atrás pero actualmente son sedentarios con una vida basada en la agricultura en los departamentos de Risaralda y Chocó, al centro oeste y oeste del país.
Pero en Bogotá no pueden vivir de la tierra, los hombres buscan trabajos de pago diario mientras las mujeres suelen salir a las calles a vender collares que tejen, acompañadas, algunas veces, de sus hijos pequeños.
Claudia Queragama, de 25 años, dice estar triste por la situación precaria en la que vive junto a sus cuatro hijos de 10, 4, 3 años y 6 meses.
“Este momento me tiene muy triste porque cuando tiene garantías como gobierno si me las da, me voy a territorio", relató Queragama a AP en su lengua nativa con ayuda de un traductor.
Volver a Risaralda es un sueño que se ha tornado lejano para Queragama. De allí salió desplazada en 2015 por la presión que ejercían grupos armados que se disputan el territorio. Al llegar a Bogotá se hospedó en residencias de pago diario mientras trabajaba vendiendo collares en la calle.
Fue en 2021 cuando se unió a otros emberas que se desplazaron por cientos desde Risaralda y Chocó a Bogotá pidiendo ayuda estatal y se instalaron en el Parque Nacional.
Su situación no ha mejorado, aseguró la mujer, hace una semana su hermano de 10 años fue presuntamente víctima de abuso sexual junto a otros tres niños de la comunidad. La alcaldía de Bogotá aseguró que los niños están al cuidado de las autoridades y se investiga lo ocurrido.
“Si hubiera garantías, nuestros niños menores no habrían pasado abusos sexuales” por parte de “kapunias”, como denominan a quienes no pertenecen a los emberas, reclamó entre lágrimas Gabriel Queragama, primo de Claudia y líder de la etnia.
El desplazamiento interno de los emberas se ha vuelto recurrente en los últimos años y la alcaldía local ha pedido al gobierno nacional que se encargue de dar una solución estructural.
El último retorno a su territorio de indígenas que habitaron en el parque de Bogotá fue en septiembre, dos meses más tarde otro grupo de embera llegó a insistir en ayudas.
“Las familias quieren regresar a su territorio, pero que el gobierno haya solucionado el tema, para que jamás los grupos armados nos molesten”, pidió Gabriel Queragama, de 23 años, quien vive en el albergue y salió desplazado de Risaralda en 2014 luego de que actores armados lo “torturaran”.
Además de seguridad, Queragama pide salud, debido a que los centros médicos carecen de dotación e infraestructura y predios propios para cultivar.
Para Jairo Montañez, un antropólogo indígena, defensor de derechos humanos y consultor en temas de víctimas, no basta con el Estado haya invertido miles de millones de pesos en los retornos de las comunidades embera.
“El tema es desarrollar un plan el cual les permita restablecerse social, económica y culturalmente dentro de los territorios”, señaló a AP.
En Risaralda y Chocó hay minas de oro y otros recursos naturales que son parte de la problemática que los ha llevado a desplazarse. “La minería de oro es manejada legalmente por empresas, pero la disputa por el territorio la maneja el grupo ilegal”, comentó Montañez.
Colombia firmó hace ocho años un histórico acuerdo de paz con la guerrilla Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que no significó el fin de la violencia debido a que otros actores armados —incluidas disidencias de las FARC— llenaron el vacío de la guerrilla en el territorio y se disputan las economías ilegales.
“Como consecuencia de los conflictos armados, familias emberas enteras han tenido que vivir hacinadas, con hambre y limitado acceso a alimentos y agua potable. Niñas y niños viven alejados de una educación que fortalezca sus lazos sociales y culturales y sus líderes continúan siendo amenazados", dijo a AP el Consejo Noruego para Refugiados. “Estamos fallándole a estas comunidades”.
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