Blanca es hija de la calle.
No tiene pedigrí. Su raza es un cruce de labrador con alguna otra variante perruna, lo que en Venezuela llaman “cacricos”, “mestizos” o simplemente perros de calle.
Se crió desde cachorra en el estacionamiento de las residencias Palaima de Maracaibo, un complejo de edificios de clase media en el occidente del país, en compañía de otro canino, entre mugres, amplios espacios y riesgos de sobra.
Beatriz Camacho, una joven estudiante de Arquitectura de 28 años y habitante del conjunto habitacional, decidió acogerla en su hogar en abril del 2014.
Su familia adoptó a Blanca en plena ebullición de la crisis económica venezolana, asumiendo sus gastos de vacunación, esterilización y alimentación.
Los precios de las comidas de nutrientes concentrados para perros y de sus cuidados veterinarios no han parado de aumentar a un ritmo vertiginoso, acota Beatriz.
Aún así, Blanca continuará siendo parte de los Camacho.
“No, negativo. Nada de eso”, dice, rotunda, ante la pregunta de si ha pensado entregarla en adopción o hacer lo que asociaciones defensoras de los animales han advertido como una tendencia en Venezuela desde la ola migratoria de 2015: abandonarla en la calle.
Venezuela experimentó entre enero y septiembre de este año una inflación de sus precios de 4.679,5 por ciento, según el último reporte de su Banco Central.
La subalimentación del venezolano se cuadriplicó entre 2012 y 2018, de acuerdo con el Organismo de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO.
La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida de 2018, realizada por investigadores de tres universidades, indicó que 89,4 por ciento de los hogares venezolanos no tiene suficientes ingresos para garantizar sus alimentos.
Y, en ese contexto, la manutención de mascotas es una molienda.
Beatriz gastó solo esta semana cinco dólares en gotas para tratar una enfermedad de piel de Blanca y otros cuatro dólares en una pastilla para desparasitarla.
“Se pueden gastar en ella unos 40 o 50 dólares mensuales”, comenta. El salario mínimo mensual en Venezuela es de 150.000 bolívares o el equivalente a 7,5 dólares.
La joven y sus tres hermanas, quienes migraron a Argentina años atrás, suman fuerzas para mantener a Blanca.
El precio de cuatro kilos de comida de perro en Venezuela ronda los 300.000 bolívares, alrededor de 15 dólares o dos sueldos mínimos al mes. Un solo kilo de alimento para gato puede costar 114.000 bolívares.
El apremio económico también es notorio en las tiendas para animales.
Una de ellas, en la avenida 8 de Maracaibo, exhibe cajas de aceite sintético y neumáticos para la venta junto a un saco de 30 kilos de comida para felinos.
“Las cosas han cambiado, pero sí se nota todavía el esfuerzo de la gente por cuidar a sus mascotas”, admite Rivelino Landino, encargado del comercio.
Detrás de un mostrador de vidrio repleto de medicinas veterinarias, cobra 228.000 bolívares (10 dólares) a una joven por dos kilos de alimento para una gata llamada “Pimienta”. Su dueña, Andrea, reconoce cuán difícil ha sido mantenerla.
“Ella es una integrante de la familia”, replica, sin embargo.
El buen cuidado de una mascota no depende del estatus económico de su dueño, sino de si tiene o no compromiso y amor hacia ella, cree Doris Rubio, presidenta de la Asociación para la Defensa y Protección de los Animales, Asodepa.
“Hemos visto de primera mano casos de personas que se las ingenian para alimentar a sus mascotas. Se mueven, se asesoran, buscan ayuda por todos lados”, indica.
La mascota debe ser “familia” en Venezuela o donde sea, considera Rubio.
Víctor Granadillo, profesor universitario de 56 años, opina igual.
Junto a su esposa y sus dos hijas, descarta de plano la idea de dejar de cuidar a sus tres perros, Prada, Chanel y Dolce, aún cuando se apriete el presupuesto familiar.
“La crisis nos pega a todos, pero jamás lanzaríamos a nuestros amados perros a la calle a que se mueran de hambre, tristeza y enfermedad”, comenta el docente, quien bromea alegando que él tuvo mascotas desde incluso antes de nacer.
Granadillo estima que, gracias a sus caninos, reforzó valores como la responsabilidad, el sacrificio y el amor a un ser vivo.
Sus perros, añade, tienen “un plus”: cuidan la casa y el resto de sus propiedades.
No se sabe cuántas mascotas hay en Maracaibo o en otras ciudades venezolanas. Departamentos gubernamentales, como el de sanidad, dejaron de llevar un registro de los animales domesticados y de calle desde hace años, explica la vocera de Asodepa.
Donde sí existe un censo es en la casa de la familia Rincón.
Entre el patio y la cocina de una vivienda de verjas negras en la urbanización San Jacinto, rondan 10 gatos: “Blanquita”, “Muñeco”, “Catira”, “Gorda”, “Negrito”, “Preciosa”, “La Beba”, “Valentina”, “Sofía”, y “Raúl”.
Una perra simpática, llamada “Nube” por un lunar marrón de forma redonda que circunda su ojo izquierdo, completa la camada.
“Mis hijas dicen que animal que entra aquí, no sale”, comenta Myriam, quien se ilumina al detallar el carácter y la procedencia de cada una de sus mascotas.
Cuando los recursos de la familia lo permiten, encarga algún saco grande de comida procesada a un conocido que viaja regularmente a Maicao, Colombia.
Hace cuatro años, era más sencillo alimentarlos y cuidarlos.
“Antes estaban más gordos”, reconoce.
Los alimenta con preparados de arroz con huesos rojos, sardinas o pellejos de carnes de res en tiempos de bajo presupuesto. Ella misma los cocina y sirve una vez al día.
“Hago malabares, pero siempre veo qué hago”, dice Myriam, resoluta.
Hace tres o cuatro años, el menú diario era doble. Hoy, resuelve como sea, acota.
Uno de sus gatos, de pelaje blanco, manchas negras y contextura escuálida, se ciñe dócilmente a su pecho. Lo devuelve al piso y el animal corre.
Y toma otro con sus manos, presentándolo.
“¿Renunciar a ellos?”, se pregunta.
“Jamás. Son míos”.