Su guante de béisbol cambió de color. Ya no es negro. Luce todo amarillento por la arena y el polvo que ha acumulado en las manos de su pequeño dueño durante los últimos tres años.
Christian Morillo, de siete años, lo abre y cierra para atrapar la pelota de espalding, también desgastada, que rebota fuertemente contra el piso de las afueras de uno de los tres estadios de la Pequeña Liga de Coquivacoa, en Maracaibo, Venezuela.
Bajo el mando de un entrenador y dos ayudantes, el niño practica al menos tres veces a la semana, generalmente en su posición favorita: la tercera base.
“Todos los días (vengo). Lunes, miércoles y jueves. Me gusta pitchear y batear”, dice, sonriente.
Christian, quien viste camiseta y gorra azul oscuro de los Astros, el equipo de su pelotero favorito, José Altuve, comenzó a entrenar en la categoría semillita.
“Siempre está entusiasmado. Llora por venir a las prácticas. Dice que hace la tarea (del colegio) cuando regrese del béisbol”, cuenta su abuela, Omaira Vargas, de 70 años.
Lo trajo a práctica esta tarde, como tantas veces desde sus cuatro años.
Coquivacoa es un complejo beisbolero enclavado dentro de un colegio de la urbanización San Jacinto de Maracaibo, de las más extensas de la ciudad.
Se escuchan con frecuencia el sonido metálico de bates impactando pelotas con fuerza. También, las voces de entrenadores dando consejos de cómo atrapar una rola.
Gigantes árboles sombrean las gradas desde donde adultos aúpan a sus hijos y nietos.
Grupos de decenas de niños, vistiendo uniformes deportivos, todos cargando bates, guantes, pelotas y bolsos, rondan tres estadios parcialmente deteriorados. Algunos exhiben gramas erosionadas y secas, cercas rotas o pinturas desgastadas.
Jugadores de grandes ligas venezolanos como Wilson Álvarez, Gerardo Parra, Carlos González, Géremi González y Sandy León se formaron en esos mismos campos años atrás.
A primera vista, el complejo es una especie de santuario donde el béisbol es dueño y señor. Tiene sus dotes de crisis, sí, pero peloteros, técnicos y representantes dicen sentir esos campos de entrenamiento como un remanso de la cotidianidad.
Maryori Nava de Chirinos, madre de tres niños que han jugado pelota en las Pequeñas Ligas, asegura que en ese ambiente es posible olvidarse de la caótica rutina del país.
“Estás bravo o estresado en tu casa porque no hay luz, no hay agua, por toda la parte económica de Venezuela, y te vienes para acá y eres feliz, se te olvida todo. Es otro mundo. Es espectacular”, dice, dando un vistazo cada tanto a las prácticas de su hijo menor, Ríchard, de seis años.
En Venezuela, existen 31 ligas de béisbol menor activas, según Jorge Antúnez, vicepresidente nacional de las Pequeñas Ligas. Quince de ellas operan en el estado Zulia, cuya capital es Maracaibo.
Al menos 6.200 peloteros de entre cinco y 17 años practican oficialmente el béisbol en Venezuela y 3.000 de ellos lo hacen en Zulia, detalla el vocero.
Coquivacoa es una de las ligas más grandes de Venezuela. En ella, entrenan 600 peloteros y decenas de integrantes del cuerpo técnico conforman 34 equipos.
Hay ocho categorías en las Pequeñas Ligas: pre béisbol, de entre tres y cuatro años; semillita, de 5 a 6; pitoquito, de 7 a 8; preinfantil, de 9 a 10; infantil, de 11 a 12; intermedia, de transición a la júnior de 12 a 14 años; y sénior, de 15 a 16.
“Esta liga es orgullo, formación, educación, familia. Somos una liga pionera”, comenta su presidente, Ángel Fuenmayor, sentado en la parte baja de unas sillas de cemento desde donde puede fiscalizar las actividades de cada estadio y de las jaulas de bateo.
La afición por el béisbol es heredable en las familias venezolanas, como es el caso de Diego García. De cinco años, golpea con su mano el interior de su guante, al lado del campo de “pitocos”, claramente ansioso de meterse en el terreno de juego.
Su padre jugó pelota en la misma liga durante 12 años, cuenta su abuelo, José García, de 60 años, bajo una arboleda donde se ampara del sol incandescente.
“Mi hijo es quien es por las Pequeñas Ligas. Lo hicieron un hombre honrado, del hogar, tranquilo, disciplinado”, expresa, orgulloso.
El proceso formador de las Pequeñas Ligas es prioritario, coinciden miembros de su cuerpo técnico. Jesús Romero, entrenador, asegura que la organización ayuda a los niños a ser “mejores personas”, más disciplinados.
“Lo primero que le inculca uno es los estudios, que vayan a clases, que se gradúen, que hagan todo lo que tengan que hacer y luego el deporte”, dice el joven, quien jugó 12 años en las Pequeñas Ligas zulianas y ahora tiene bajo su cargo a 25 niños.
Lewis González representó a Venezuela en dos campeonatos mundiales. Está vinculado al béisbol menor desde sus seis años y hoy entrena a niños en el deporte.
“La idea es que no solamente aprendan a jugar béisbol, a atajar, a batear, sino que también se le enseña a ser buenos ciudadanos”, menciona, durante una breve pausa entre innings en el juego de su equipo de preinfantil esta tarde.
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La crisis, sin embargo, ha hallado su forma de colarse entre juegos y prácticas.
Antúnez, el vicepresidente de las Pequeñas Ligas, confirma que “muchos” de los 45 estadios del béisbol menor en Venezuela están en “malas condiciones” por el hurto del cableado eléctrico de sus torres de iluminación y de sus salas sanitarias.
Refiere que los patrocinios también han disminuido considerablemente en los últimos cinco años. “Las ligas obtienen casi todo del bolsillo de los representantes”, precisa.
La migración de entrenadores, peloteros y árbitros es otro martirio.
Aún así, las selecciones venezolanas han ganado seis títulos mundiales de las Pequeñas Ligas: tres en la categoría sénior; dos en infantil; y uno en juvenil -clase eliminada desde el año 2016 por el directorio internacional-.
Los gobiernos municipales o nacionales no aportan “casi nada” para esos torneos internacionales, advierte Antúnez, y la mayoría de las participaciones han sido posibles gracias a jugadores de grandes ligas venezolanos que han donado recursos para tramitar viajes y visas.
La crisis económica de Venezuela, que registra la peor inflación del mundo, también arremete contra los bolsillos de los padres de los muchachos peloteros, si bien las Pequeñas Ligas solicitan formalmente una mínima colaboración.
El uniforme de Christian, el niño aficionado de Altuve y quien se autodenominó “El Águila Blanca”, costó siete dólares a su familia. Sus tías juntaron el dinero para pagarlo.
“Se hace un poquito fuerte. Todavía, no tenemos los tacos. Poco a poco”, confía su abuela Omaira, todavía esperanzada.
Maryori, la madre de tres peloteritos, dice haber notado cómo la mala alimentación pasa factura en algunos peloteros jóvenes.
“La devaluación de la moneda (bolívar) ha afectado a la buena alimentación de los peloteros y de allí por ende las personas delgadas, no rinden los peloteros”, dice.
Entre esas desavenencias, los anhelos perduran. La mayoría comparte el sueño de llegar a las Grandes Ligas, como lo han hecho 408 peloteros nacidos en Venezuela desde 1939, según datos del periodista deportivo Wilmer Reina.
Christian, “El Águila Blanca” de Coquivacoa, dice que sueña con firmar algún día con un equipo de las Mayores para comprarle una camioneta a su mamá y a su abuela Omaira. Ella no le pierde pisada mientras reingresa brincando, alegre, al campo esta tarde. Ríe, conmovida por la solidaridad de su nieto.
Jorge Cabrera, quien se formó durante 12 años en Coquivacoa, comparte su aprendizaje en Coquivacoa con decenas de niños, todavía a la espera de su oportunidad de jugar en la liga profesional venezolana o en el exterior.
Se le humedecen los ojos. Suenan más batazos y voces de mando a la distancia.
“Vivo por el béisbol”, logra decir. “Es mi vida”.
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